Ese es, en esencia, el mensaje que Washington, Londres y París han enviado al régimen de Bashar al-Assad. Puede parecer chocante, en principio, que la forma de hacerlo haya sido a través de un ataque, pero analizando lo ocurrido durante apenas una hora en la madrugada del pasado día 14 (hora de Damasco) no cabe llegar a otra conclusión. Y así parece haber querido entenderlo también el propio Al-Assad a través de las imágenes de la televisión siria, entrando a trabajar en su despacho a la mañana siguiente, en lo que cabe entender como “un día más en la oficina” o, lo que es lo mismo, “aquí no ha pasado nada”.
Aunque quepa agradecer que el despropósito liderado por Trump, May y Macron tan solo haya producido tres heridos, inmediatamente hay que añadir que eso tan solo se debe a que su acción conjunta fue planificada y ejecutada para hacer lo menos posible para que pareciera que se hacía algo. En otras palabras, los más de cien misiles lanzados no buscaban, a pesar de lo dicho, anular ni debilitar siquiera la capacidad de Al-Assad para fabricar y emplear unas armas químicas a las que, de hecho, ha recurrido en decenas de ocasiones. Lo que tanto Trump como Macron buscaban sobre todo era evitar una pérdida de credibilidad interna antes sus propias opiniones públicas y desviar la atención sobre sus respectivas crisis políticas y personales, mientras que May necesitaba, ahora más que nunca (con el Brexit a las puertas), aferrarse a la mano de Washington para no quedarse sola en medio de la nada. Pero, desde luego, lo que ninguno de ellos pretendía era cambiar el signo de una guerra que ya tiene a Al-Assad como ganador consentido por los tres y tantos otros, ni tampoco ahorrar muertes y sufrimiento a una población siria en un conflicto que ya contabiliza medio millón de víctimas mortales y unos 12 millones de desplazados forzosos.
Para lograr al menos un verdadero debilitamiento de la capacidad química del régimen habría sido preciso un plan de ataque (aéreo y terrestre) más potente y necesariamente sostenido durante al menos algunos días, dado que gracias al preaviso de Trump el régimen ha tenido tiempo sobrado para poner a salvo lo más valioso de su arsenal y sus medios de fabricación. A favor de Damasco ha contado también el explícito interés de Washington en evitar que la acción militar pudiera causar alguna baja rusa. Eso ha permitido a Al-Assad poner bajo protección rusa los medios que haya querido, consciente de que así lograría impedir su destrucción. Del mismo modo, también queda claro que no había pretensión alguna de golpear objetivos iraníes o de sus aliados.
En esa misma línea, los atacantes han optado más por el lanzamiento de misiles desde buques de superficie o submarinos que por ataques directos de cazas. Mientras seguimos a la espera de determinar si finalmente los sistemas sirios de defensa antiaérea han logrado destruir alguno de los misiles balísticos o de crucero empleados –Moscú sostiene que 71 de los 103 lanzados no han alcanzado sus objetivos, mientras Washington afirma que ninguno fue destruido–, es evidente entender que esa decisión buscaba, sobre todo, evitar bajas propias para no sentirse prácticamente obligados a proseguir el ataque si se hubieran producido. Ha sido, en definitiva, un “ataquito”.
Y no, no se han fijado líneas rojas infranqueables, sino más bien al contrario. La primera que se ha vuelto a saltar es la utilización de la fuerza sin respaldo del Consejo de Seguridad de la ONU, lo que convierte al ataque en una acción ilegal sin paliativos. Una acción que ni siquiera ha esperado a que los inspectores de la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (OPAQ) hayan iniciado su tarea en la localidad atacada de Duma. Por otra parte, es difícil imaginar que un golpe tan comedido vaya a frenar a quienes desde hace siete años no han mostrado reparo alguno en usar agentes químicos cuando lo han considerado oportuno, aunque no sea imprescindible desde el punto de vista estrictamente militar ante una amenaza imperiosa que no se pueda neutralizar sin recurrir a ellas. No ha sido esta la primera vez que se han usado desde el pasado 6 de abril de 2017, cuando Estados Unidos lanzó 59 misiles Tomahawk contra la base aérea de Shayrat teóricamente con esa misma intención. Cabe suponer, por tanto, que a la vista del castigo recibido Al-Assad tampoco ahora se sentirá disuadido de volver a hacerlo en un futuro si lo ve adecuado.
Por último, cuando se recuerda que por cada muerte ocasionada por armas químicas se han registrado no menos de 200 por armas convencionales, se hace bien visible la nula voluntad de los tres atacantes (y de muchos otros) de poner fin al conflicto sirio. Visto así, a Al-Assad y los suyos no les puede caber duda alguna de lo que lo que se les está indicando es que pueden seguir matando a quien deseen. Y desgraciadamente, a buen seguro, así lo harán.