El proceso que ha desembocado en el Brexit nació de un interés partidista, procedente de las filas de un partido conservador que en el lejano 1973 alcanzó el objetivo de la adhesión de Gran Bretaña a la Europa comunitaria, pero que con el paso del tiempo, y sobre todo con los gobiernos de Margaret Thatcher, evolucionó del pragmatismo de Winston Churchill, Harold Macmillan y Edward Heath a un enfoque que decía fundamentarse en la historia, aunque en realidad vivía de construcciones ideológicas y de mitos del pasado y del presente. Con todo, si Winston Churchill sigue siendo una referencia para los conservadores británicos, como demuestra la biografía publicada por Boris Johnson en 2014, no estará de más reflexionar sobre su famoso discurso en la universidad de Zurich en 1946. Entonces no era primer ministro, pues los electores le habían dado la espalda el año anterior, pero a sus 72 años seguía teniendo no solo una excelente comprensión de la historia sino también una gran visión de futuro.
Churchill calificó de tragedia la historia de Europa en las décadas anteriores, pero ninguna tragedia, nacida de las ideologías fatalistas o de las guerras que ocasionaron, podía ser capaz de borrar el legado de un noble continente, origen de la mayoría de las aportaciones en los campos de la cultura, el arte, la filosofía y la ciencia, con una herencia común en la que jugaron un papel destacado la religión y la ética cristianas. En aquel 1946 el paisaje después de la batalla era desolador: masas de personas atormentadas y hambrientas deambulando entre las ruinas de sus casas y ciudades, pero el político inglés proponía un remedio de urgencia, capaz sin embargo de transformar con el paso del tiempo a aquella Europa desolada en una gran Suiza libre y feliz. No tuvo miedo a emplear la expresión “una especie de Estados Unidos de Europa”, ni a recordar los precedentes de la Unión Paneuropea del conde Coudenhove-Kalergi o del proyecto de unión europea de Aristide Briand. Tocaba ahora el turno a una agrupación europea capaz de ensanchar el concepto de patriotismo, que nada tenía que ver con el nacionalismo excluyente y disgregador, y construir una ciudadanía europea.
En aquel momento la historia pesaba más que nunca, las heridas físicas y morales estaban abiertas, pero Churchill defendía lo que su antecesor, William Gladstone, calificaba de un “bendito acto de olvido”. Quizás no fuera factible entonces por los acontecimientos recientes, pero el paso del tiempo tenía que contribuir a dar la espalda a los horrores del pasado. En otras palabras, un cualificado historiador como Churchill, galardonado con el Premio Nobel en 1953, se daba perfecta cuenta de que el mayor error que puede cometer un pueblo, y sus políticos con él, es convertirse en prisionero de la historia, estar condicionado por ella, algo que influirá negativamente en su futuro. Cabe añadir que esto no solo es válido para los sucesos trágicos sino también para las ensoñaciones acerca de un pasado mítico, una supuesta edad de oro que nunca existió. Frente a la consabida expresión de que olvidar la historia es condenarse a repetirla, hay que insistir en que, como dijo el ex primer ministro británico, no podemos permitirnos el lujo de ir arrastrando los odios y venganzas que han surgido de las heridas del pasado. De hecho, la historia de Europa entre los siglos XVI y XX es una sucesión de continuas guerras, motivadas por venganzas y ambiciones. Algún día esa espiral tendría que detenerse, y para detenerla Churchill pide un acto de fe en la familia europea, pues se niega a creer que las tierras de origen de la cultura occidental estén condenadas a la destrucción. La fórmula del político inglés, un tanto sorprendente en alguien tan implicado en la resistencia a ultranza de su país durante la guerra, es a la vez sencilla y difícil: “Justicia, piedad y perdón”. Hoy apenas se habla de actos de fe en la familia europea, entre otras cosas, porque no todos creen que exista una familia europea y consideran al Viejo Continente tan dispar como pueda serlo Asia. El concepto de familia europea renació en los años de la posguerra mundial, e incluso en los de la posguerra fría, pero hoy se busca fomentar las diferencias, de modo que la diversidad ya no resulta una riqueza sino la oportunidad de una orgullosa y estéril autoafirmación.
El eje franco-alemán y el vínculo transatlántico
El discurso de Winston Churchill en Zúrich tiene además una propuesta con la que iba a sorprender a su auditorio: el primer paso en la “recreación” de la familia europea debía de ser una asociación entre Francia y Alemania, pues por ellas pasaría el renacimiento de Europa. Hay quien no considera a Churchill entre los padres fundadores de Europa, pues les resulta extraño calificar así a un inglés. Sin embargo, de la lectura de su discurso se desprende que su Europa no debería ser un directorio de grandes potencias, a cuyo alrededor giraría una constelación de pequeños estados. La palabra equilibrio, tan querida a la diplomacia británica desde el siglo XVIII, no aparece ni una sola vez en la intervención. De hecho, afirma que en los futuros Estados Unidos de Europa la fuerza material de un solo estado dejaría de ser importante, y los pequeños estados deberían contar tanto como los grandes en su contribución a la causa común. Churchill también era consciente de que algunos estados europeos no deseaban, o se sentían incapaces, de establecer una unión, si bien eso era no obstáculo para agrupar y coordinar a quienes pretendieran dicho objetivo.
Churchill convocaba a Francia y a Alemania para trabajar juntas, aunque luego citaba a Gran Bretaña y a la Commonwealth, junto con EEUU e incluso la URSS, como amigas y valedoras de la nueva Europa. De ahí podría deducirse que el político inglés consideraba que su país debía mantenerse al margen del proyecto europeo. El citar además a la Commonwealth serviría para revalidar dicha tesis, pues el futuro de los británicos estaría supuestamente más en las tierras de lo que fue el mayor imperio del mundo que en la Europa continental. Pero sin ánimo de descorazonar a nadie, pediría a quienes así piensan un poco de realismo. Los vínculos del pasado colonial nunca son lo suficientemente fuertes como para forjar comunidades estables. Alguien objetará que los lazos del idioma y del comercio son bastante sólidos, pero lo son un poco menos si en esas comunidades han surgido naciones que son capaces de rivalizar con la antigua metrópoli. ¿Es realista creer que Londres, París o Madrid son los únicos puntos de referencia para quienes en su día formaron parte de sus imperios? En un mundo globalizado como el nuestro, los países jóvenes prefieren a Europa como referencia, aunque a los campeones del bilateralismo, que no por casualidad suelen ser exaltados nacionalistas, les guste alimentar los mitos del pasado. Puede que Churchill antepusiera la Commonwealth a su proyecto de Europa, pero hoy no deja de ser un mercado menor, tan disperso como fragmentado, que apenas cubre un diez por ciento del comercio británico. Por mucha nostalgia que el ex primer ministro tuviera del imperio, me atrevo a señalar que no hubiera pronunciado el discurso de Zúrich si no hubiera visto en la asociación europea alguna ventaja para Gran Bretaña, con independencia de la relación que pudiera establecerse en el futuro. De hecho, si damos por sentado que los británicos aman la paz y el comercio, que a menudo han querido relacionar, siempre les convendrá una Europa estable.
Aunque no se menciona en el discurso, Churchill siempre valoró el vínculo trasatlántico con EEUU, no solo por ser de madre estadounidense sino también por la decisiva colaboración de los dos países en la Segunda Guerra Mundial. Pero la realidad es que ese vínculo se ha visto afectado por las preferencias exteriores de las presidencias de Barack Obama y Donald Trump. Gran Bretaña no deja de ser otra nación europea para Washington, aunque haya unos lazos culturales consistentes, pero las prioridades estadounidenses pasan por sus problemas internos y la especial atención a las áreas geopolíticas de Oriente Medio y Asia-Pacífico.
A los defensores del Brexit habría que pedirles que se tomaran la molestia de meditar no sobre lo que pensaba Churchill en 1940, durante la batalla de Inglaterra, sino sobre sus memorables palabras en la universidad de Zúrich un 19 de septiembre de 1946.