Puede ser que últimamente las encuestas no estén muy acertadas, pero es difícil que se equivoquen demasiado en lo referente a la segunda vuelta de la elección presidencial brasileña. A medida que se van conociendo nuevos estudios de opinión, la distancia entre el candidato favorito, Jair Messias Bolsonaro, y el segundo posicionado, Fernando Haddad va en aumento y no sería descartable un desenlace del 60 a 40 a favor del primero.
No solo eso. Unas jornadas después de celebrada la primera vuelta y a medida que numerosos políticos de los partidos tradicionales, los grandes derrotados del 7 de septiembre, se iban posicionando a favor de Bolsonaro o tomaban distancia de Haddad, haciendo imposible formar un frente democrático que le permitiera una remontada, se invertían los índices de rechazo. El fuerte sentimiento anti-PT (Partido de los Trabajadores), muy extendido entre vastos sectores de la sociedad brasileña está mostrando su impronta y es uno de los principales legados de la gestión prolongada de los gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff. Es por eso que hoy es Haddad quien más rechazo cosecha, lo que implica que la oposición de ciertos sectores políticos y sociales hacia el exmilitar se ha ido atenuando.
Dicho de otro modo, y más gracias a los defectos ajenos que a los méritos propios, a día de hoy, salvo un cambio dramático de la coyuntura política brasileña, las opciones de Bolsonaro de ganar la elección son muy elevadas. De ahí la relevancia de la pregunta sobre lo qué le espera a Brasil con su presidencia. Resulta frecuente leer en la prensa internacional los peores vaticinios sobre el futuro del país, que no solo enfrentaría un serio retroceso democrático sino también un grave deterioro de las libertades individuales. Desde esta perspectiva han primado más las descripciones pasionales que los análisis racionales, y la ideología y los adjetivos, generalmente desbordados, has precedido a los sustantivos y los esfuerzos por entender realmente lo que realmente ocurre.
Hemos leído incluso llamamientos dramáticos en pro de la necesidad de salvar a la democracia brasileña de la hecatombe, del ataque más brutal que sufre desde los tiempos de la dictadura militar. Ante esta situación cabe preguntarse si buena parte de los brasileños, especialmente aquellos que han votado o votarán por Bolsonaro, pero también los que se abstienen por no ver una situación de gravedad como para tomar partido, se han vuelto locos de repente y marchan colectivamente hacia el suicidio.
Puedo equivocarme totalmente, pero este extremo es difícil de creer. Es cierto que Bolsonaro ha hecho declaraciones terribles sobre una gran cantidad de cosas, comenzando por su defensa de la dictadura y de la tortura. Pero hoy le ha llegado la hora de la verdad. Ya empieza a ponerse en los zapatos del presidente del mayor país de América del Sur y esto imprime carácter e inclusive puede amansar a las fieras. Por eso habrá que ver si una vez alcanzado el poder mantiene su retórica desafiante y buena parte de sus posiciones más provocativas o, por el contrario, se hace cargo de su nueva condición.
De momento hay algunas señales de que las cosas pueden ir por este último derrotero, aunque es necesario extremar la cautela para poder dar un juicio definitivo. Uno de los primeros desafíos que deberá afrontar el nuevo presidente a partir del 1º de enero, cuando ocupe el Palacio do Planalto, es intentar cicatrizar las heridas que dividen al país. La cuestión es si sabrá estar a la altura de las circunstancias. Ahora bien, de no lograr cumplir con este objetivo las posibilidades de coronar con éxito su gestión serán muchísimo menores.
Buenas y malas noticias
A partir del comienzo de año se abrirá un período crucial que va hasta el 1º de febrero, que es cuando comienza a sesionar el nuevo Parlamento. De los acuerdos que logre durante estos meses de transición y al comienzo de su mandato dependerá buena parte de la gobernabilidad del país. La buena noticia es que por ahora Bolsonaro no se ha sometido a la presión de los partidos y parlamentarios que lo pueden apoyar y prefiere poner a técnicos, no políticos, al frente de los ministerios.
Las malas son dos. La primera, la identidad del futuro vicepresidente, el general Hamilton Mourão, que representa una amenaza más grave que Bolsonaro para la estabilidad política y las instituciones democráticas del país. La segunda, que todavía no sabemos, es qué factura intentarán cobrarle al nuevo presidente los diputados que lo respalden en el Congreso por venderle su apoyo, continuando con esa tradición tan propia de la vida parlamentaria brasileña y que tuvo en el escândalo do mensalão (escándalo de las mensualidades), durante el primer mandato de Lula, un momento crucial. Se trata obviamente de la mercantilización de la política o el trueque de respaldo a cambio de favores, prebendas y puestos de trabajo.
A menos de diez días de la elección definitiva son muchas las preguntas por hacer, comenzando por la de la identidad de los futuros integrantes de su gabinete. Ya se han despejado algunas incertidumbres al respecto, que parecen aquietar algo las aguas. Lo mismo se puede decir tras la conversación que sostuvo con el presidente argentino Mauricio Macri y sus declaraciones a favor de seguir apostando por el Mercosur, aunque desprovisto de los aspectos más ideologizados propios de los gobiernos anteriores.
La mejora de la economía será una de sus prioridades, ya que de ello dependerá buena parte de la paz social que pueda respirarse. La recuperación del crecimiento es lo que le puede garantizar algunos logros en la reducción del desempleo y, por ende, en la conflictividad que afronte Brasil.
En el terreno internacional será esencial conocer la identidad del nuevo jefe o jefa de Itamaraty. Hay consistentes rumores de que podría poner una mujer al frente de la diplomacia brasileña. Esto sería una señal potente en varias direcciones. Pese a ello persisten las dudas en relación con la posición del nuevo gobierno frente al multilateralismo, comenzando por su vinculación con Naciones Unidas o su pertenencia al Acuerdo de París sobre el cambio climático. Lo más probable es que no haya cambios en este terreno.
Los riesgos del personaje están ahí, pero también la fortaleza de las instituciones brasileñas. Para comenzar habría que descartar por inviable cualquier opción a una asonada militar. La democracia en Brasil ha llegado para quedarse. Es de esperar que la llegada de Bolsonaro al poder no suponga un serio cambio de rumbo. De momento hay que estar expectantes para ver qué puede ocurrir, pero sin caer en el alarmismo, algo que no aporta nada bueno.