La Comisión Europea va a presentar un ambicioso programa de reforma del euro. Su presidente, Jean-Claude Juncker, quiere dejar su legado en la construcción europea en forma de una sustancial mejora en el edificio de la moneda única. El momento, a priori, parece propicio. Se ha superado el ciclo electoral sin que hayan llegado al gobierno aquellos que abogaban por desmontar la Unión, el crecimiento vuelve a ser vigoroso y, sobre todo, la elección de Macron en Francia abre una ventana de oportunidad que no se puede desaprovechar. Incluso Brexit y la elección de Trump, dos fenómenos trágicos para el devenir de la UE, son, paradójicamente, poderosas fuentes de cohesión interna que subrayan la necesidad de avanzar en la integración.
“El efecto Macron, aunque no consiga rediseñar el euro, sí que podría servir para hacer avances en la integración en otras áreas.”
En este contexto, la propuesta de la Comisión vendrá a dar un espaldarazo a las fuerzas reformistas por lo que, una vez que se forme gobierno en Alemania, los más europeístas esperan un gran salto adelante, que incluya no solo un Ministro de Economía del Euro que dispondría de un presupuesto común, sino también los cimientos de políticas comunes de defensa y migración. De conseguirlo, la Unión estaría, una vez más, haciendo de la necesidad virtud, avanzando con fuerza cuando muchos cuestionaban su futuro.
Sin embargo, las cosas no van a ser tan sencillas. Ni Alemania ni sus vecinos del norte, en especial los Países Bajos, Austria, Finlandia y los países bálticos, están dispuestos a aceptar grandes avances que supongan mutualización de deudas. Nadie duda que Macron ha supuesto un revulsivo para la integración europea y que logrará impulsar algunas reformas. Y tampoco puede restarse valor simbólico al hecho de que Wolfgang Schaüble, el todopoderoso ministro de Finanzas alemán durante la crisis, el campeón de la austeridad, haya dado un paso a un lado. Pero la clave está en que Alemania sigue sin estar dispuesta a compartir riesgos porque desconfía tanto de la capacidad reformista de Macron como de que Italia sea capaz de sanear sus bancos y ser un socio fiable.
Si algo nos ha enseñado la crisis es que en la zona euro no se deben esperar grandes saltos adelante. Las reformas son graduales y sólo se producen, bien cuando se está al borde del precipicio (y ahora no lo estamos), bien cuando se pueden diseñar pactos que generen ganancias mutuas, algo que en este momento es difícil de vislumbrar, sobre todo por la situación de Italia. Por lo tanto, a corto plazo, es probable que se hagan sólo pequeños cambios, en su mayoría cosméticos. Es probable que se rebautice al Mecanismo Europeo de Estabilidad como Fondo Monetario Europeo, pero sin modificar sustancialmente sus funciones ni sustituyendo su actual (e ineficaz) estructura inter-gubernamental por otra imbricada en las instituciones comunitarias. No se aumentará su capacidad de préstamo ni se le permitirá actuar como estabilizador fiscal para promover el crecimiento de los países en problemas como quieren la Comisión, Francia y España, pero tampoco será el nuevo responsable de la supervisión macroeconómica como quiere Alemania (la Comisión Europea, que es quien tiene esa función, no lo permitirá), ni se le dará la capacidad para decretar impagos soberanos dentro del euro. Tampoco es probable que se cree un activo financiero libre de riesgo (una suerte de eurobono pero sin mutualizar, que la Comisión ya tiene diseñado y que el sistema bancario y el BCE llevan tiempo exigiendo), ni que se pongan límites a la cantidad de títulos de deuda pública que los bancos pueden tener de su país de origen (Italia no lo aceptaría). Y, por supuesto, nada de un gran presupuesto para la eurozona o fondo de desempleo común como embrión de la unión fiscal como le gustaría a España.
Pero esto no debería llevarnos a la melancolía. El efecto Macron, aunque no consiga rediseñar el euro, sí que podría servir para hacer avances en la integración en otras áreas que, al necesitar financiación, podrían indirectamente contribuir al fortalecimiento de la unión monetaria. Alemania se resiste a aceptar cualquier cosa que suene a unión de transferencias, pero sí que está dispuesta a poner dinero sobre la mesa para proyectos paneuropeos, desde las infraestructuras digitales y energéticas hasta instrumentos para luchar contra el terrorismo y mejorar la defensa europea en un mundo en el que ya no se puede contar con EEUU como antes. Por lo tanto, en vez de pretender construir un gran presupuesto sin saber en qué se va a gastar, tal vez sea mejor estrategia hacer una lista de necesidades para la nueva Unión post Brexit y ver cómo se pueden financiar con recursos comunes. Seguramente así sí que habrá posibilidades de dar pequeños pasos hacia adelante.