Es evidente que no ha logrado sacar adelante su plan A –y la situación en Ucrania y la renovación de las sanciones por parte de la Unión Europea son claros indicios– . Pero a pesar de ello, el plan B también le permite a Vladimir Putin terminar el año con un balance muy positivo para sus intereses.
Un buena muestra de ello es el sprint aéreo realizado el pasado 11 de diciembre, visitando en una sola jornada Siria, Egipto y Turquía. En su primera escala se permitió presidir, junto al cada vez más confiado Bashar al-Assad, un desfile militar que ponía el broche de oro (tal vez apresurado) a una campaña militar que le ha permitido de una sola tacada aparecer como un aliado efectivo para dar la vuelta a una situación angustiosa para el régimen sirio, probar material militar que ahora podrá vender con más facilidad y eliminar a buena parte de los yihadistas rusos integrados en las filas del pseudocalifato antes de que regresen a casa. Pero, más que eso, ha conseguido aumentar su presencia militar en el ámbito aéreo, asentando sus reales en la base de Khmeimim, y ampliar la que ya tenía en la base naval de Tartus. Lejos de retirarse de Siria, eso significa que Rusia vuelve (si es que alguna vez se hubiera ido) con fuerza a un escenario geoeconómicamente relevante, en mejores condiciones para competir con Estados Unidos, con nuevas bazas para hacer sentir su presencia e incluso para negociar con ventaja sobre asuntos que afecten a sus intereses vitales (como Ucrania y las citadas sanciones).
En Egipto, aprovechó su encuentro con el golpista Abdelfatah al Sisi en el aeropuerto de la capital para confirmar el acuerdo alcanzado el pasado 28 de noviembre por el primer ministro ruso, Dmitri Medvedev, para el uso conjunto del espacio aéreo y de distintos aeropuertos, lo que abre la puerta a que la fuerza aérea rusa vuelva a operar desde bases egipcias, mientras se va concretando un acuerdo similar para operar desde una base sudanesa en el mar Rojo. Se va perfilando así una posibilidad que ya se planteó en 2013, cuando se rumoreó que Egipto estaba dispuesto a permitir el uso temporal de las bases navales de Port Said y Suez a buques rusos. En 2016 Moscú ya dijo que podría retornar a Sidi Barrani, otra base naval egipcia en el Mediterráneo que ya le sirvió hasta 1972 para observar en primera línea los movimientos de los buques aliados de la OTAN en la región, y que ahora podría tener un nuevo uso para las operaciones aéreas.
De este modo, podrá seguir aumentando su peso en la zona, echando una mano a El Cairo en su intento de reconducir el conflicto libio en apoyo a su nuevo aliado, Khalifa Hifter, y de pacificar la península del Sinaí, feudo de importantes grupos yihadistas, como el que logró derribar un avión ruso con más de 200 personas a bordo en octubre de 2015, lo que provocó la cancelación de vuelos directos entre ambos países, algo que ahora se retomará a corto plazo. Pero, adicionalmente, las facilidades que Al Sisi ofrece ahora a Putin sirven también a este último para incrementar su perfil como potencia global e interlocutor imprescindible, al tiempo que visibiliza la pérdida de peso de Washington, volviendo a vender armas a un país que ha estado alineado estrechamente con Estados Unidos durante las últimas décadas.
Un frente añadido no menos relevante es el económico, con acuerdos para incrementar los lazos comerciales y, aún más significativo, para construir una central nuclear en territorio egipcio por parte de Rosatom, que también suministrará el combustible de la futura planta, con un coste estimado en unos 10.000 millones de dólares (para hacer más viable el proyecto, Putin ha ofrecido a su homólogo egipcio una línea de crédito de 25.000 millones de dólares). Un nicho de mercado en el que Moscú está demostrando un alto nivel competitivo, con contratos similares en diferente nivel de desarrollo para Irán, Turquía, Sudán y Jordania. Todo ello mientras Washington ve como sus autolimitaciones legislativas le hacen perder opciones a Westinghouse en un momento en el que se acelera la fiebre nuclear en la región.
En el terreno militar ya en 2014 Egipto acordó comprar sistemas artilleros rusos por un valor de 3.500 millones de dólares, al tiempo que negoció con Rusia la compra de helicópteros navales Ka-52K (para operar desde los buques portahelicópteros Mistral adquiridos a Francia) y helicópteros de ataque Ka-50, además de 46 aviones Su-34 y MiG-29M. Un gesto que Washington ha recibido como un bofetón apenas disimulado.
Por último, su breve paso por Turquía muestra hasta qué punto está superado el desencuentro bilateral, con Ankara plenamente alineado con Moscú en el tema sirio, aceptando su liderazgo en la búsqueda de una salida diplomática al embrollo. Señales bien evidentes de ese interesado reencuentro son tanto los acuerdos en el terreno gasístico (contando con que a partir de 2020 ni un solo metro cúbico de gas pasará ya por suelo ucranio hacia Europa occidental) como la venta de los sistemas de defensa antiaérea S-400, conscientes de que esa decisión ha molestado sobremanera a unos Estados Unidos y a una OTAN que difícilmente pueden encajar el desmarque de un aliado cada vez más incómodo.
Un ejemplo más de que Putin termina el año a lo grande es el anuncio de su reciente candidatura a las elecciones presidenciales de 2018. Lo hará como independiente, en una muestra más de confianza en sus propias habilidades personales para revalidar por cuarta vez su mandato y para consolidar su poder sin ataduras partidistas de ningún tipo. La misma confianza que le ha llevado a ampliar horizontes, llegando incluso a hacerse notar en Venezuela y más allá.
Y por si esta gira triunfal no le bastara o por si le afectara demasiado el castigo de que sus atletas en los próximos juegos olímpicos de invierno no puedan desfilar con la bandera rusa, el presidente ruso aún podría reconfortarse anímicamente visitando la exposición Superputin, que a su mayor gloria se abrió en Moscú el mismo día que anunció su nueva candidatura presidencial.