Sería extraño que un presidente-candidato no tratara de aprovechar un discurso del Estado de la nación, a tan solo dos semanas de unas nuevas elecciones, para hacer electoralismo. Y más aún si se trata de un Vladimir Putin que por decimocuarta vez protagonizaba un evento de esas características y que aspira a extender su mandato hasta 2024. Por tanto, no puede sorprender que en las dos horas de su discurso del pasado día 1 (aunque mejor sería llamarlo espectáculo multimedia) desgranara, casi a partes iguales, un rosario de promesas dirigidas tanto a los bolsillos de sus potenciales votantes como a su orgullo nacionalista. Pero lo que dijo iba más allá de asegurarse un cuarto mandato que tiene prácticamente en el bolsillo, mirando sobre todo a unos Estados Unidos que, sin apenas disimulos, define como su principal adversario.
Si en el primer caso dejó apuntes (inconcretos) sobre sus planes de una pronta subida del salario mínimo y de su propósito de reducir a la mitad el número de personas que vive por debajo de la línea de pobreza en los próximos seis años, fue en el segundo dónde se mostró mucho más rotundo. Aunque tampoco en este punto descendiera a muchos detalles, era obvia su intención de ser oído más allá de las fronteras de la Federación. Apoyándose en un extraordinario despliegue audiovisual, Putin ha querido dejar claro que acepta el desafío lanzado por su homólogo estadounidense para hacerse con el liderazgo global (sin olvidar a China), replicando un esquema tantas veces visto durante la Guerra Fría.
Un esquema que se basa en el principio de que el respeto de los demás solo se logra a través de la fuerza, militar por supuesto. Eso es lo que plantea hoy Donald Trump –con un sustancial aumento del presupuesto de defensa y un ambicioso programa de modernización de la triada nuclear y la fabricación de dos nuevos misiles crucero– y lo que ha llevado a Putin a concluir que ahora Washington no tendrá más remedio que escuchar a una Rusia que, según dice, cuenta con armas extraordinarias. Entre ellas, mezclando realidades con proyectos más o menos definidos, ha citado el RS-28 Sarmat –un ICBM con hasta quince cabezas nucleares y más de 10.000km de alcance, que difícilmente podrá entrar en servicio antes de 2020, como estaba previsto–, el Avangard –un ICBM hipersónico (unas 20 veces la velocidad del sonido) que se supone que podrá penetrar cualquier sistema antimisiles–, el Status-6 –un dron submarino de alta velocidad, dotado de un torpedo de hasta unos 100 megatones–, el Kinzhal –un sistema de misiles hipersónicos de lanzamiento aéreo–, un sistema de láseres móviles y hasta un nuevo misil crucero de alcance prácticamente ilimitado, ¡cuyo nombre se decidirá mediante un concurso popular!
Resulta tentador calificar a Putin de fantasioso y exagerado hasta el histrionismo en su presentación dado que, por un lado, no ha presentado pruebas fehacientes de la existencia real de algunos de los sistemas citados. Por otro lado, se sabe que otros son meros proyectos en distintas fases de desarrollo; lo que, unido a los reiterados fracasos cosechados por un sistema productivo que en tantas ocasiones ha despilfarrado cuantiosos fondos sin alcanzar resultados operativos, hace dudar de que alguna vez lleguen a entrar en servicio. Se añade a lo anterior el hecho de que, desde 2015, el presupuesto de defensa ruso viene registrando una notoria caída hasta llegar a los 43.100 millones de dólares previstos para este año; lo que, como resultado de una situación económica delicada, supone una reducción de un 8% respecto al año anterior. Unos factores que, en definitiva, hacen muy difícil a Moscú sostener el pulso a unos Estados Unidos que acaban de presupuestar unos 700.000 millones de dólares para el capítulo militar.
Pero de inmediato conviene recordar que, por una parte, hablamos de quien ha calificado la implosión soviética como la mayor tragedia estratégica del pasado siglo y, por otra, de quien no va a cejar en liberarse a toda costa del asedio en el que Rusia se halla enclaustrado desde entonces.
Visto así, de poco sirve entretenerse en determinar quién empezó a jugar con los límites de los tratados actuales –tanto el Nuevo START, para las armas nucleares estratégicas, como el Tratado INF, para las tácticas. Ambas potencias han dado pasos más allá de lo conveniente y fue Washington quién decidió eliminar el Tratado ABM para lanzarse a una obsesiva carrera por dotarse de un escudo antimisiles que, en gran medida, es el argumento principal que emplea Moscú para justificar su necesario esfuerzo con el fin de garantizar la disuasión nuclear en la que se basa a fin de cuentas el equilibrio del terror en el que seguimos viviendo.
Los planes de Putin, se transformen o no en hechos, no van a modificar ni el balance nuclear entre Washington y Moscú ni los planes estadounidenses. El pasado 5 de febrero, siete años después de su entrada en vigor, ambas superpotencias cumplieron con los límites del Nuevo START (1.550 cabezas nucleares estratégicas cada uno, en no más de 700 vectores de lanzamiento). Pero, mientras el Tratado INF hace aguas ya por todas partes, no hay actualmente ningún proceso de negociación en marcha para profundizar en la senda del desarme más allá de 2021, cuando vence el Nuevo START. Y eso nos debería preocupar.