La crisis de Siria sirvió para agrandar la figura de Putin en detrimento de la de Obama. Supuso el triunfo de un enfoque pragmatista de la paz, equiparada al silencio de las armas. Pero la mera ausencia de guerra no es sinónimo de paz, y mucho menos en Siria donde prosigue una encarnizada guerra civil, en la que los vencidos poca clemencia podrían esperar de los vencedores. El hecho en sí de la utilización de armas químicas contra más de un millar de personas, de las que cuatrocientos eran niños, pasó a un segundo plano. Nadie pone en duda la perversidad y los fríos cálculos en el uso de estas armas ni su calificación como un crimen de lesa humanidad, pero en el fondo se consideró un mal mayor una escalada de la guerra y el riesgo de su extensión a otros países vecinos. Desde este punto de vista, la aprobación de la resolución 2118 del Consejo de Seguridad para el control de las armas químicas en Siria ha de entenderse como un gran éxito diplomático de Moscú, más allá del propio conflicto.
No es extraño que el régimen sirio considerara los hechos una victoria sin lucha frente a EEUU, aunque el verdadero mérito corresponde a Vladimir Putin, que en esta tragedia de la política internacional pareció asumir el papel del Mefistófeles ruso frente al Fausto americano. Un estratega frente a un táctico. Barack Obama pasó de ser el Hamlet de la Casa Blanca, tan dubitativo como calculador, a convertirse en el Fausto al que Mefistóteles ofrece una paz a la medida de una opinión pública cansada de guerras y de una Cámara de Representantes deseosa de ajustar cuentas con el presidente demócrata. Es una “paz”que sirvió para acallar las críticas inmediatas, pero de la que el líder americano no saldrá indemne porque entregó a cambio el alma de su credibilidad en política exterior. Pese a todo, Obama no tiene la preocupación de luchar por un segundo mandato, si bien el tiempo no podrá ocultar que asumió un serio revés frente al juicio de la Historia, algo que un político tan versado en lecturas históricas y jurídicas como el presidente valora bastante. Pero en el fondo Obama fue víctima de su propio pragmatismo, el que le ha acompañado a lo largo de su carrera política, en la que algunos acuñaron el eslogan de Obama No Drama. Ha sido el ejemplo del político que no quiere dejar de desaprovechar la más mínima oportunidad, un planteamiento muy similar al expresado por Bruto en el Julio César de Shakespeare, al referirse a una marea alta en los acontecimientos humanos que puede conducir a la fortuna. Hay que aprovechar la corriente cuando es favorable, o perder el cargamento de la nave. Lo malo es que este consejo procede de un buen táctico, que es a la vez un deficiente estratega. Bruto es tan dubitativo como Hamlet, y una marea favorable no es suficiente si se carece de una estrategia política definida. Pese a todo, el tacticismo de Obama le ha llevado a la “huída hacia delante” de buscar un acuerdo con Irán, en una especie de revival del viaje de Nixon a China, con el que desearía sorprender al mundo entero, rusos incluidos.
En una actitud poco habitual en él, Putin expuso su visión del mundo en un reciente artículo publicado en el New York Times y en esa visión, en forma de carta al pueblo americano, asume a la hora de dar consejos ciertos rasgos de Mefistófeles, aunque el historiador británico Simon Schama vea un mayor paralelismo, incluso en el aspecto físico, entre el presidente ruso y Maquiavelo. El escrito de Putin no deja ser otro intento de convencer a EEUU de que la caída de Asad sólo traerá un régimen islamista radical a Siria, en vez de la democracia, pues la lucha es entre el gobierno y la oposición en un país multireligioso. De ahí que parezca insinuar que es mejor conservar a Asad porque los combatientes extranjeros de la oposición islamistas son una amenaza para EEUU, Rusia y otras potencias. En Siria no tendrían cabida las intervenciones humanitarias ni la responsabilidad de proteger porque al violar el sacrosanto principio de la soberanía estatal sólo contribuyen a desestabilizar la frágil región de Oriente Medio. La conclusión es al-Assad o el caos como fatal alternativa. La conferencia de Ginebra 2, que empezará el 23 de noviembre, equivale a la consagración de esta salida. En consecuencia, Putin aparece como un firme defensor del pragmatismo, del “cada uno en su casa” como método para alcanzar la paz. Es el Derecho Internacional clásico, propio del siglo XIX, el que impera en su tesis, y no un Derecho Internacional contemporáneo que pone el énfasis en el individuo como uno de los protagonistas de las relaciones internacionales. A esa mentalidad, muy propia de la oleada nacionalista que se extiende por el mundo, sólo le falta añadir un eslogan descarnado, el de “la soberanía reside en el Estado”, que podemos leer en algunos textos políticos anteriores a la II Guerra Mundial. Y es bien sabido que la soberanía suele ser una e indivisible.
Por otra parte, a Putin no le bastó en su artículo con recordar los fracasos americanos en Irak y Afganistán sino que arremetió contra el excepcionalismo de EEUU, que respondería a las convicciones de que es una nación fuera de serie, y que debe promover la causa de la libertad en todo el mundo. Es una idea presente en los padres fundadores norteamericanos, como Thomas Jefferson que aseguraba que “el Dios de la naturaleza quería dar un nuevo principio a un mundo corrompido”, si bien no es menos cierto que un George Washington aconsejaba, en su testamento político, a sus compatriotas que no se inmiscuyeran en los conflictos del entonces turbulento continente europeo. Putin no considera a EEUU como una nación indispensable porque él defiende una supuesta igualdad de los Estados en el sistema internacional. Pero una igualdad de soberanías estatales conlleva admitir toda clase de regímenes y de políticas, no necesariamente democráticas. Lo vemos en la Asamblea General de la ONU, apoteosis del soberanismo, aunque no de la democracia.
El citado artículo de Putin podría considerarse como una invitación implícita a EEUU a dejar de considerarse una nación elegida y a sentarse con otras, en pie de igualdad, en un futuro concierto universal de potencias, al estilo del siglo XIX. El presidente ruso asume el rol de un Mefistófeles que tienta a Fausto, sea éste Obama o el pueblo americano, y le promete: te daré la estabilidad si abandonas tu excepcionalismo. Te irá mejor, y eso se reflejará en la economía y en el aprecio de una opinión pública interna cansada de conflictos en países lejanos. Al leer este artículo, y sobre todo ante las imágenes de Kerry y Lavrov reunidos el mes pasado en Ginebra, hay quien llega a preguntarse si estamos ante el comienzo de una nueva asociación estratégica entre Washington y Moscú, pues el propio Putin recuerda que un día fueron aliados que derrotaron al nazismo. Conviene recordar que las alianzas basadas en el puro pragmatismo son de corta duración, y difícilmente habrá una luna de miel ruso-americana, semejante a la de los años de la II Guerra Mundial, cuando Hollywood realizaba películas como Song of Russia, la improbable historia de amor entre un director de orquesta americano y una pianista soviética, encarnados por Robert Taylor y Susan Peters. Un film en el que el espíritu de Stalin, maestro consumado del realismo político de entonces, no hacía acto de presencia.
Pese a todo, el excepcionalismo americano sigue teniendo sus defensores como el senador McCain, que publicó en Pravda una respuesta al artículo del presidente ruso, y en él decía que los rusos se merecen algo mejor que Putin. El político republicano aseguraba que el pueblo ruso tiene los mismos e inalienables derechos que el americano y que se citan en la Declaración de Independencia, los derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Con todo, asegura que estos valores no son compartidos por sus gobernantes que sólo gobiernan para sí mismos. Sin embargo, McCain perdió probablemente la oportunidad de explicar lo que es el excepcionalismo americano y se centró, acaso de un modo excesivo, en las críticas a una Rusia alineada con las tiranías, una actitud poco adecuada, a su juicio, para quien pretende recuperar su grandeza en la escena internacional. No es extraño que Putin respondiera que le hubiera gustado ver a McCain en el Valdai Club, el foro en que el ruso se atrevió a asociar la política exterior de su país con los valores cristianos de la civilización occidental. El propio senador por Arizona, eterno descontento con la diplomacia posmoderna de Obama, habría tenido que asentir paradójicamente a algunas de sus afirmaciones.