Desde la irrupción de Daesh en los medios de comunicación el verano pasado, ríos de tinta se han escrito sobre su expansión en las tierras entre el Tigris y el Éufrates, su estrategia insurgente, su captación de combatientes allende los mares, su –suerte de– administración impuesta en los territorios tomados y su enriquecimiento económico. Su appeal como organización terrorista ha sido alimentado tanto por su éxito a la hora de tomar territorios en Siria e Irak y pregonar la instauración de un califato, como por su eficaz uso de redes sociales y recursos online para servir a sus propósitos propagandísticos, difundiendo una “imagen corporativa” que pregona la eficacia de su modelo.
Interesante es, a este respecto, el uso que de su “marca” como organización yihadista de éxito hace Daesh para captar simpatizantes y foreign fighters en potencia. Nada nuevo en el horizonte: ya al-Qaeda (AQ) se benefició de tal estrategia expansionista cuando pasó de un modelo centralizado y jerárquico durante los años 90, emplazada en Sudán primero y Afganistán después, a un modelo de franquicias en el que una AQ central atrincherada en Pakistán favorecía la adopción de la marca “al-Qaeda” a grupos yihadistas locales distribuidos en diversas regiones: al-Qaeda en la Península Arábiga (AQPA), al-Qaeda en Iraq (AQI) –ahora Daesh–, al-Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), o la reciente al-Qaeda en el Subcontinente Indio (AQSI), beneficiándose además de un entramado de alianzas con otros grupos yihadistas locales.
De forma similar, Daesh va alentando actuaciones en su nombre y entretejiendo alianzas con grupos yihadistas fuera de sus fronteras, como recientes informaciones sobre actividad afín a Daesh en el Magreb nos indican: en Libia ataques y atentados perpetrados por milicias de Daesh asientan la presencia del grupo en el país. En Túnez se suceden los atentados y la intimidación, sin olvidar el atentado frustrado contra el Parlamento que se hizo efectivo en el Museo del Bardo, mientras que en el Sahel se proclamó a bombo y platillo su alianza con Boko Haram, que opera entre Mali y Nigeria.
Las condiciones socio-económicas del Magreb y el Sahel, el nivel de descontento de la población, la proximidad a focos de conflicto (Libia, Mali o Nigeria), o la gran cantidad de jóvenes con un futuro incierto son factores que favorecen, por un lado, la predisposición a la radicalización (permitiendo un secuestro ideológico de los conflictos sociales y políticos, gracias al cual una organización terrorista justifica la acción violenta y alienta una insurgencia) y, por otro, el hecho de que florezcan alianzas entre grupos extremistas que pretendan aprovecharse de la debilidad del estado (como ocurriera con Yemen en el 2005 o ahora en Libia desde el 2011). Las implicaciones inmediatas que ello supone para la seguridad regional son la inestabilidad y el contagio (como lamentablemente ilustran las crisis de Mali y de Libia).
Las ventajas de la externalización son disfrutadas por ambas partes: una estrategia de expansión mediante el establecimiento de franquicias supuso para AQ una oportunidad para emerger y co-optar con grupos yihadistas locales, intercambiar información e incluso beneficiarse de refugio, a la vez que favorecía el alcance de objetivos globales. Por otro lado, el grupo yihadista local que se alía o adopta las siglas de la organización “madre” se beneficia de experiencia, formación, financiación, renombre internacional y mayores capacidades, humanas y materiales, para realizar acciones violentas en nombre de su particular yihad.
Sin embargo, ¿qué podemos deducir de esto, sobre la base de la experiencia previa con AQ? En primer lugar, que AQ comenzó con su estrategia de franquicias en un contexto de notable pérdida de influencia una vez se vio, en el 2005, arrinconada por una efectiva Surge en Iraq y posteriormente Afganistán, que obligó a los cuadros yihadistas a huir a Pakistán y continuar sus actividades allá donde las condiciones les fuesen más favorables y les permitieran rearmarse. En segundo lugar, el hecho de operar como un conjunto de organizaciones de bajo perfil regional, dirigidas por una ideología común pero débilmente controladas por una autoridad central, dispersó y mitigó el poder de AQ haciendo que, en tercer lugar, las organizaciones yihadistas afines que habían adoptado su sello se beneficiaran de su renombre pero se limitaran a seguir agendas propias, como el propio surgimiento de Daesh demuestra.
En suma, podemos encontrar paralelismos entre la AQ en sus años de expansión regional y Daesh, ambas capaces de inspirar insurgencias, radicalización y acciones violentas individuales. Pero la experiencia nos invita a ser cautos a la hora de valorar la externalización de las organizaciones yihadistas globales como un punto a su favor, pues ello no ha redundado en una mayor influencia, ni mucho menos en la instauración de un mayor califato, sino más bien todo lo contrario: ha influido en, o sido síntoma de, su declive y progresiva pérdida de identidad y capacidad.