En Rusia, como en otros países, la farsa judicial –la aparente legalidad de un juicio fraudulento– es la forma habitual de disfrazar la intención de aplicar sentencias previsibles a gentes particularmente molestas para el poder político. Y Alexéi Navalni, el opositor ruso que fue envenenado con el agente nervioso “novichok” el pasado agosto, es actualmente la persona más incómoda para el régimen ruso. Su valiente decisión de volver a Rusia desde Alemania, donde estuvo recuperándose del envenenamiento, le valió una detención exprés en el aeropuerto. La sentencia de un mes de cárcel por “violar la sentencia de la libertad condicional” de un juicio anterior, ha provocado las mayores protestas desde 2011, cuando se produjeron manifestaciones en contra del supuesto fraude electoral en las elecciones municipales y autonómicas. La vuelta a Rusia de Navalni, que el Kremlin define como “agente que trabaja para potencias extranjeras”, parece haber despertado la indignación de sus compatriotas, mucho más que el caso de su envenenamiento, que apenas produjo reacción alguna. Esta vez se han producido protestas simultáneas en varias ciudades rusas, y hay más de 3.000 detenidos.
Estas manifestaciones plantean una pregunta, que, hay que reconocer, se plantea cada vez que hay grandes protestas en Rusia: ¿es el fin del régimen político del putinismo? ¿Es el fin del Estado híbrido de la democracia soberana rusa, un sistema político que cumple las exigencias de la democracia formal –elecciones supuestamente libres, sistema pluripartidista, libre mercado, teórica libertad de expresión–, pero que mediante instituciones invisibles como el servicio secreto o el control de los medios de comunicación impide la consolidación democrática y prolonga el autoritarismo?
En estos momentos, el objetivo más importante del Kremlin en relación con la detención de Navalni es demostrar que en Rusia no es posible cambiar el régimen político en la calle como ha sido en Ucrania, o como, según Moscú, se inteleenta hacer en Bielorrusia.
Para cumplir con este objetivo, el Kremlin tiene muchas herramientas que ha ido desarrollando después de las manifestaciones de 2011 y después de la Revolución de Maidán en Ucrania. En Rusia hay un marco legal para ahogar cualquier competitividad política con los opositores al régimen, que se ha ido construyendo a medida que iba disminuyendo el apoyo mayoritario con que contó el régimen entre 2000 y 2010. A parte de las fuerzas de seguridad del Estado (Policía y Guardia Nacional) , están las leyes –la de los partidos políticos; la de manifestaciones, que contempla multas de hasta 9.300 euros por participar en ellas; la de las ONG, que exige a todas las organizaciones civiles que reciben ayuda financiera del exterior inscribirse en el Servicio Federal de Registros y reconocer públicamente su condición de agencias extranjeras; la de Internet que, creada explícitamente para proteger a los niños de los contenidos pornográficos de la red, implica la existencia de una Comisión con derecho a prohibir las webs desafectas– y los registros de pisos y oficinas de políticos de la oposición y las frecuentes detenciones. La sentencia exprés de Navalni es el paradigma de la relación del régimen con los opositores políticos que no puede controlar.
Las elecciones generales del próximo septiembre demostrarán si el régimen creado por Vladimir Putin durante los últimos veinte años resiste a las presiones internas de una oposición muy poco organizada y sin un claro programa político, y a las presiones externas de la Unión Europea y los Estados Unidos, que exigen al Kremlin el respeto de los derechos humanos de sus ciudadanos. Si las manifestaciones en contra de la arbitrariedad judicial contra Navalni se prolongan, y se convierten en algo habitual, el paisaje político ruso irá cambiando lentamente, y el Estado híbrido de la democracia soberana rusa no será sostenible.
Los cambios de la Constitución de la Federación de Rusia que posibilitan a Vladimir Putin mantenerse en el poder hasta 2036, pueden verse truncados. Putin se encuentra ante un trilema: el putinismo puede ser cada vez más totalitario, aunque esto conllevaría la mayor presión y posibles sanciones de los países occidentales. También Putin puede optar a una salida a lo Gorbachov o a lo Mubarak. El primero quiso asegurar su poder introduciendo reformas aperturistas (Glasnost y Perestroika) y perdió, demostrándose así que la democratización no admite medias tintas. En Egipto, Mubarak no hizo ninguna reforma sustancial y pactó con la cúpula militar para mantener la estabilidad política, pero, igualmente, lo perdió todo. Putin, como Mubarak, cuenta con el apoyo del ejército y del servicio secreto, pero sólo hasta que les pueda garantizar sus privilegios.
El futuro de la Rusia en la que estará Navalni (libre o en la cárcel) dependerá del próximo ciclo político –las reformas sustanciales hacia la democratización son necesarias para su supervivencia como Estado–, pero no del putinismo, cuyo final ha comenzado, aunque su agonía será larga.