El camino hacia la unidad regional en América Latina se ha caracterizado por ser una permanente huida hacia adelante. Cada vez que una instancia de integración declinaba o mostraba señales de fatiga era necesario crear otras nuevas. Este proceso ha dado lugar a una “sopa de letras” sumamente espesa y densa, con muchas instancias, muchas veces superpuestas, apenas sobreviviendo o en puro estado de letargia. Al mismo tiempo, en lo que llevamos de siglo XXI, tan marcado por la influencia del mal llamado regionalismo abierto o de matriz bolivariana, la “concertación política” y la sintonía ideológica se habían convertido en la clave de cualquier propuesta de integración.
La premisa que funcionó eficazmente durante los años del llamado “giro a la izquierda” era: “ahora que pensamos todos de forma más o menos similar y hablamos el mismo idioma, la integración regional resultará más fácil”. Y más si Bolívar nos acompañaba. Sin embargo, la experiencia demostró todo lo contrario, ya que cualquier proceso de integración es, por naturaleza, mucho más complejo que la mera determinación presidencial para avanzar al respecto o la pura sintonía política o ideológica entre los mandatarios conjurados. Es más, si no se tiene en cuenta la existencia de poderosos intereses nacionales la posibilidad de recorrer una senda que no conduzca a ninguna parte es muy es elevada.
En este contexto nació la Alianza del Pacífico. Precisamente, dos de sus mayores logros fueron, en primer lugar, responder por la vía de los hechos a la pregunta que casi nunca se formula relativa ¿a qué se quiere integrar? ¿América del Sur o América Latina?, aunque la presencia de México en el bloque daba sobrada respuesta a este interrogante. En segundo lugar, y muy importante, es que hasta ahora, y pendientes de lo que sucederá en el México de López Obrador, la Alianza fue capaz de resistir a distintos procesos de alternancia política en los cuatro países miembros, poniendo en cuestión la premisa de la necesidad de la sintonía ideológica para avanzar en la integración.
Es evidente que hoy nos encontramos en un momento de mutaciones políticas en América Latina a partir del triunfo de expresiones partidarias de derecha, de centro derecha o incluso de extrema derecha. Esto ha llevado al presidente chileno, Sebastián Piñera, respaldado por su colega colombiano Iván Duque a convocar una reunión en Santiago de Chile el próximo 22 de marzo para lanzar Prosur, el nuevo intento de integración regional de América del Sur que debería reemplazar a la difunta Unasur.
Patricio Navia definió a este proyecto como una mala idea que busca remplazar otra mala idea. Es verdad. No solo Prosur es un nuevo caso de huida hacia ninguna parte, sino que al mismo tiempo parecería demostrar que se aprendió poco o nada de la experiencia anterior y que la sintonía ideológica no debería seguir presidiendo una aventura de esta índole, aunque en esta ocasión sea de signo inverso al malhadado experimento bolivariano. Por eso es necesario preguntarse qué puede aportar Prosur en la actual coyuntura y si realmente es una buena o una mala idea.
En primer lugar, el intento de crear una nueva instancia de integración regional tiene escaso recorrido y las perspectivas de que por su naturaleza coyuntural decline tras la desaparición de sus impulsores es elevada. Segundo, si bien tanto Unasur como la CELAC están en crisis, por no hablar del ALBA, hubiera sido de mayor interés apostar por un proyecto latinoamericano más que sudamericano, aunque el mayor recelo que esto puede suscitar entre sus impulsores es la presencia de López Obrador en México.
Finalmente, para que una nueva propuesta de esta naturaleza tenga sentido es necesario que presente iniciativas que permitan superar las actuales limitaciones de la integración, como la coexistencia, aunque sea en el papel, de Mercosur y de la Comunidad Andina (CAN) o para avanzar en la necesaria confluencia entre Mercosur y la Alianza del Pacífico. A esto se suma un elemento adicional que hubiera recomendado mayor prudencia, y un trabajo más serio y sistemático por parte de sus organizadores, como son las tendencias aislacionistas presentes en Brasil y México. Es más, con la crisis venezolana en el aire es muy difícil, por no decir imposible, avanzar en este momento con cualquier propuesta de integración regional.