Aún queda mucho sufrimiento, sobre todo para la población civil, pero el conflicto sirio camina ya de manera clara en una única dirección: la “victoria” del régimen genocida de Bashar al-Asad. Victoria entrecomillada porque, en realidad, lo que ahora se vive en ese país es una derrota de todos, tanto de los que pretendieron romper el sistema actual como de los que se han aferrado a él a toda costa. Basta para convencerse de ello con recordar los cientos de miles de muertos, los millones de refugiados y desplazados y el altísimo nivel de destrucción física del país.
El principio del fin comenzó a tomar forma con la vuelta de Alepo y Palmira a manos de las fuerzas leales a al-Asad a principios de este año. Unos acontecimientos que fueron posibles, sobre todo, gracias a la ayuda prestada al régimen de Damasco por la milicia libanesa chií de Hezbolá, los pasdaran iraníes, las milicias chiíes financiadas por Teherán y las fuerzas aéreas (pero también terrestres) rusas. Esa suma de fuerzas permitió a al-Asad no solo volcar la balanza, haciendo que el tiempo empezará a correr a su favor, para asegurar su control de la capital, del corredor Damasco-Alepo y de la zona costera de Latakia, sino también ampliar progresivamente su margen de maniobra para intentar recuperar la mitad oriental del país.
Pero en ese empeño también hay que sumar el efecto multiplicador que ha tenido el cambio de postura que Washington ha querido dar a su implicación en el conflicto. Así, de una primera etapa en la que abiertamente se apostaba por la caída del régimen sirio, se ha pasado, no menos abiertamente, a reorientar la mirada para establecer que la eliminación de Daesh es el objetivo fundamental (y único). En consecuencia, ya no solamente se trata de que al-Asad no es el enemigo a batir, sino de que se ha convertido en un aliado necesario (indeseable si se quiere, pero aliado a fin de cuentas).
De esa confluencia de intereses se deriva lo que ha venido a continuación, con un reparto de papeles bien visible en el ataque a los dos principales enclaves que le quedan aún a un Daesh en franco derrumbe. Así, por un lado, las milicias de las Fuerzas Democráticas Sirias, apoyadas por Washington, son las encargadas de realizar el esfuerzo principal del combate terrestre para tomar Raqa y, por otro, las tropas regulares sirias, con el apoyo de Moscú, hacen lo propio en Deir Ezzor. Y nada de esto sería posible si no hubiera un interesado entendimiento entre Washington, Moscú y Damasco para evitar roces que pudieran derivar en choques entre ellos, sin olvidar el interés mutuo para evitar que Ankara se sienta excesivamente marginada.
Por su parte, desde principios de este mes las fuerzas armadas sirias y los milicianos de Hezbolá, con apoyo ruso, han logrado ya romper el cerco que Daesh había establecido desde hace más de dos años a Deir Ezzor. Y ahora ya solo queda ir contando los días (y los muertos) hasta su liberación final, sabiendo que lo que venga después no tiene por qué ser necesariamente mejor para quienes habitan esas tierras. Para más adelante quedará la sucesión de operaciones de limpieza de zonas próximas a la frontera con Irak, tarea en la que aún podrán producirse choques entre las fuerzas sirias y los rebeldes, a punto de comprobar estos últimos que solo han sido un instrumento en manos de actores más poderosos y que serán abandonados en cuanto dejen de ser útiles.
Quien más rápidamente ha captado ese principio del fin es Israel. Durante estos últimos seis años ha optado por no inmiscuirse directamente en el conflicto, tomando partido por alguno de los contendientes. En lugar de eso se ha limitado a observar detenidamente la evolución de los acontecimientos y a neutralizar quirúrgicamente todo aquello que pudiera afectar a su propia seguridad. Así hay que entender los avisos a Moscú y Teherán para evitar que las milicias apoyadas por ambos en las proximidades de los Altos del Golán se vieran tentadas de probar la voluntad militar de Tel Aviv. Y, por supuesto, lo mismo cabe decir de las más de cien acciones de ataque aéreo que ha realizado para destruir depósitos de armas, convoyes e instalaciones que pudieran servir para reforzar a Hezbolá (incluyendo el ataque al Centro Sirio de Estudios Científicos y de Investigación del pasado día 7). Es evidente también que muchas de esas acciones no se habrían podido realizar si el gobierno israelí no contara con la aquiescencia rusa para atacar desde el aire objetivos sirios, sin activar sus defensas antiaéreas.
Mirando ya hacia adelante, las Fuerzas Israelíes de Defensa iniciaron el pasado día 5 las mayores maniobras militares de los últimos veinte años. Es difícil evitar la sensación de que lo que Tel Aviv ensaya en estos ejercicios es cómo frenar, antes de que sea demasiado tarde, a un Hezbolá que no solo ha ganado una enorme experiencia de combate en suelo sirio, sino que acaba de liberar sus feudos libaneses de la presencia de Daesh y muy pronto volverá a tener abierta la vía de suministros desde Irán, pasando por Siria. En estas circunstancias, con Hezbolá en condiciones de volver a casa más reforzado que nunca, los cálculos militares israelíes pueden llevarle a la convicción de le resulta más rentable golpear de inmediato, antes de que sea la milicia libanesa la que lance su primera piedra.