En diciembre de 2010, la Revolución Jazmín estallaba en Túnez, llevándose por delante al dictador Ben Alí. Aquellas protestas no tardarían en prender como la pólvora, abriéndose paso por la región y propiciando el derrocamiento de líderes como Mubarak en Egipto o Gadafi en Libia. Fueron muchos los que entonces se apresuraron en bautizar la flamante Primavera Árabe como la cuarta ola de transiciones democráticas de la historia. Parecía que los países bañados por la orilla sur del Mediterráneo se habían hartado de vivir bajo el yugo de las “élites extractivas” locales y habían comenzado a absorber, como por ósmosis, las ansias democráticas que flotan en las aguas intersticiales de este Mare Nostrum.
Sin embargo, dos años después de que comenzaran las revueltas, las cifras y las estadísticas han ido extinguiendo el entusiasmo inicial. En este tiempo, Egipto ha escalado en el índice de estados fallidos desde la posición 45 que ocupara en 2011, hasta la número 34 este año. Si en el curso anterior a las protestas la economía egipcia creció más de un 5%, para 2013 las previsiones son de un 2%. El clima de inestabilidad política, unido a la ausencia de seguridad jurídica han provocado la estampida de los inversores. Además, el país lidia con tasas de inflación altísimas, un paro que afecta a uno de cada cuatro jóvenes y la violencia derivada de un gobierno incapaz de proveer la seguridad que se le supone al Leviatán-estado. No es de extrañar, por tanto, que desde que estallara la Primavera Árabe los derechos humanos hayan retrocedido en el país, tal como señala Foreign Policy. Y otro tanto sucede en Libia, que ha pasado del puesto 111 de estados fallidos al 54, y donde los enfrentamientos entre el poder central y las milicias de la periferia ponen de manifiesto que el país dista mucho de poder decirse estable. De Yemen, sexto en el ránking de estados fallidos y baluarte de Al-Qaeda, mejor no hablamos.
Pero todo esto era, hasta cierto punto, bastante previsible cuando dio comienzo la Primavera Árabe. Los países implicados en la oleada de revueltas no habían alcanzado el estadio de modernización que Lipset considera indispensable para el advenimiento y arraigo democráticos. Esto tiene mucho que ver con la ausencia de unas instituciones económicas inclusivas, esto es, que respeten la propiedad privada, garanticen la seguridad jurídica de los inversores e incentiven la innovación y la destrucción creativa, por decirlo con Schumpeter. Pero, dejando a un lado los condicionantes económicos, el proceso político tenía muchos visos de ser capitalizado por las élites islamistas. ¿Por qué? La respuesta ya nos la dio Robert Michels. Los movimientos tienden a ser capitalizados por la élite que dispone de más recursos económicos, más poder y más tiempo que invertir en ellos: es la “ley de hierro de la oligarquía”. Esto no significa, por supuesto, que los grupos islamistas tengan capacidad para controlar la situación, como de hecho estamos viendo estos días en Egipto. Pero la oposición islamista era la mejor organizada para combatir y después suceder a los dictadores árabes, por mucho que los liberales laicos fueran los promotores de las protestas democráticas. Ya explicó Huntington que la oposición laica es mucho más vulnerable a la represión que la oposición islamista, que cuenta con una red de mezquitas e instituciones religiosas tras las que operar que el Gobierno considera que no puede suprimir.
Es cierto, sin embargo, que en Túnez la situación es algo más esperanzadora. El país donde comenzó la Primavera Árabe, era al mismo tiempo el que contaba con mayores opciones de éxito democrático, dada la presencia de una clase media amplia y bien educada, así como de unos mimbres económicos relativamente sólidos. Túnez es, asimismo, un país cercano a Europa no solo geográficamente, sino también por un pasado bajo el Imperio Romano y Bizantino. De hecho, la islamización del territorio en el siglo VII puede considerarse débil y, más recientemente, tras la independencia del país en 1956, el presidente Bourguiba tomaría la vía secular kemalista, prohibiría el velo (“ese trapo odioso”), garantizaría la igualdad de derechos para las mujeres y los judíos, y orientaría su política hacia Europa.
Después de celebrar sus primeras elecciones democráticas en octubre de 2011, Ennahda se alzó con el triunfo al cosechar un 42% de los votos. Y aunque es cierto que se trata de un partido islamista, la voluntad de su líder, Mohamed Ghannouchi, de tender la mano a los liberales seculares (con quienes forma coalición de gobierno), así como su compromiso de dejar la sharía fuera de la nueva constitución, hacen albergar alguna esperanza para la joven democracia tunecina. Sin embargo, no todo son buenas noticias. Después de la Revolución Jazmín, Túnez también ha escalado posiciones en el ránking de estados fallidos (del puesto 118 al 83), los derechos humanos han retrocedido, el turismo y la inversión se han debilitado y, consecuentemente, el paro se ha disparado y con él la frustración que ha dado alas a los movimientos salafistas. Todo ello sin que Occidente acabe de tener claro si el giro a la moderación que exhibe el gobierno es sincero o solo estratégico. Después de todo, fue el propio Ghannouchi el que dijo hace no tanto: “los salafistas son nuestros hijos”.
Y con este telón de fondo llegamos a Siria. Siria presenta las carencias de todos los estados mencionados hasta ahora, corregidos y aumentados. Cien mil muertos después, ya nadie habla de democracia. En medio de una guerra civil, con las infraestructuras destruidas, una crisis humanitaria gigantesca y el PIB en caída libre, la llegada de la representatividad a la política no solo ha pasado a un segundo plano, sino que se ha revelado imposible. El país revive en su territorio el conflicto sectario de siempre, suníes contra chiíes, con la agravante de que la tradicional guerra fría entre Arabia Saudí e Irán se ha tornado incandescente.
No hay salida fácil para la situación en Siria. Ninguno de los dos bandos parece tener el potencial militar suficiente para derrotar al otro a corto plazo, lo cual no hace sino perpetuar la tragedia. Por otro lado, cuanto más tiempo se pierde debatiendo sobre la intervención, menos sentido tiene que esta se produzca. Conforme pasan los meses, la ley de hierro de Michels hace que la resistencia sea capitalizada por los salafistas. La resolución favorable del Consejo de Seguridad para una coalición internacional es una quimera que siempre contará con el veto de Rusia. La opción de una “misión internacional” comandada por los Estados Unidos parece cada vez más lejana, sobre todo a tenor de pasadas experiencias. Obama no quiere que Siria se convierta en un nuevo Irak ni en otro Afganistán para su ejército. Además, está el recuerdo reciente de Libia, donde el apoyo a los rebeldes concluyó con una exhibición lamentable del cadáver de Gadafi, una represión revanchista terrorífica y un atentado, el de la embajada de Estados Unidos en Bengasi, que todavía no ha cicatrizado en Washington.
No es de extrañar que Obama no esté nada convencido de intervenir en Siria. Además, hace ya tiempo que Occidente se muestra bastante escéptico respecto de las políticas de promoción de la democracia más allá de sus fronteras, lo cual parece lógico, habida cuenta de que los regímenes resultantes de esas urnas con frecuencia son hostiles al propio Occidente. Por otro lado, la Primavera Árabe ha puesto de manifiesto que los movimientos liberales laicos no constituyen una alternativa madura de gobierno con el poder necesario para avalar la estabilidad regional. Las opciones seculares son demasiado débiles para asegurar un Estado suficientemente centralizado, sin zonas territoriales ni grupos tribales descontrolados, con capacidad para someter a los islamistas radicales y garantizar la obediencia de los militares.
¿Están hoy los países que protagonizaron la Primavera Árabe mejor que hace dos años? Es, cuando menos, dudoso. Mientras tanto, en el tablero sirio sigue disputándose la vieja partida de siempre, que tiene muy poco que ver con la democracia y bastante que ver con Irán, Hezbolá, Israel, Estados Unidos, Arabia Saudí, Jordania, Turquía o Qatar. Es cierto que hay novedades, aunque no precisamente positivas: Irán acaba de dar por concluida la Revolución Islámica de 1979 consolidando su dictadura religiosa-militar. Y Turquía, el faro laico kemalista, la alternativa moderada al wahabismo saudí y el jomeinismo persa, se ha convertido en otro foco de inestabilidad.
¿Significa todo esto que la Primavera Árabe ha sido un fracaso? No completamente: es un precedente. Y la ciencia política ha demostrado que la democracia tiene más opciones de arraigar en aquellos países con experiencias representativas frustradas que en aquellos otros que ensayan el liberalismo político por vez primera. ¿Significa que la democracia es incompatible con el islam? No me atrevería a afirmarlo. Sin embargo, Oriente sigue esperando su Paz de Westfalia que traiga la separación de los reinos: al César, lo que es del César; a Dios, lo que es de Dios. Y cada vez es más urgente.