Si nos dejamos llevar por lo que anuncian los titulares de prensa y los portavoces gubernamentales acabaríamos llegando a la conclusión de que, tras la recuperación del control de la pequeña localidad siria de Baguz, no solo Daesh ha pasado a la historia sino que incluso la amenaza del terrorismo yihadista ha sido conjurada definitivamente. Por desgracia, nada de eso se ajusta a la realidad.
Por un lado, la nefasta “guerra contra el terror” ejecutada por Washington desde el trágico 11-S no ha logrado ninguna victoria definitiva ni contra al-Qaeda ni contra el resto de los grupos yihadistas que han proliferado en distintas regiones del planeta desde entonces. Es cierto que Estados Unidos no ha vuelto a sufrir un golpe de aquellas dimensiones, pero también lo es que, desde la Autorización para el Uso de Fuerzas Militares contra el Terrorismo (AUMF, por sus siglas en inglés) –aprobada por ambas cámaras con un solo voto en contra el 14 de septiembre de 2011–, hoy se encuentra empantanado desarrollando operaciones contraterroristas en no menos de ochenta países. Eso supone, según las estimaciones del proyecto Cost of War desarrollado por la Brown University, un coste que supera los 5,9 billones de dólares, un despliegue de más de 2,7 millones de soldados (con un balance provisional de más de 7.000 muertos y 53.700 heridos), de los que más de un millón reciben algún tipo de compensación económica del Departamento de Asuntos de Veteranos por discapacidad.
Nada de eso le ha evitado sufrir desde entonces más de 200 ataques terroristas de diverso perfil, la mayoría de ellos ejecutados por ciudadanos estadounidenses radicalizados (de los que casi 90 han sido miembros o simpatizantes de grupos de extrema derecha). Tampoco ha impedido que hoy –echando mano de los datos del informe The evolution of the Salafi-Jihadist Threat, publicado el pasado noviembre por el Centre for Strategic and International Studies (CSIS)– se estime que hay un 270% más de yihadistas que en esa aciaga fecha de 2001. Manejando distintas fuentes de información ese mismo estudio determina que a finales del pasado año habría unos 43.650-70.550 en Siria, 27.000-64.060 en Afganistán, 17.900-39.540 en Pakistán, 10.000-15.000 en Irak, 3.450-6.900 en Nigeria y 3.095-7.240 en Somalia.
Eso significa, sin contabilizar los que pueda haber en otros países (incluyendo los occidentales), entre 100.000 y algo más de 200.000 individuos con capacidad y voluntad de matar a quien no comparta su mesiánica visión. Dicho en otras palabras, hay 67 grupos claramente identificados, de los que 44 no pertenecen ni están asociados a al-Qaeda ni a Daesh, activamente implicados en la violencia terroristas en todas sus formas. Eso supone, comparado con 2001, que hay un 180% más de grupos capaces de planificar y ejecutar golpes que van desde acciones de combate convencional hasta toda la amplia gama de la insurgencia y el terrorismo. Y todo ello sin olvidar los ataques que llevan a cabo individuos o grupúsculos radicalizados en países occidentales, siguiendo las directrices de la llamada resistencia sin liderazgo, más difícil si cabe de detectar y neutralizar.
Por todo eso –cuando se constata que la amenaza sigue siendo muy real en muchos países, con Siria, Irak, Yemen, el Sahel africano, Nigeria, Afganistán, Somalia y el Sudeste asiático como focos de atención preferente, pero no exclusivos– la recuperación de Baguz a manos de combatientes de Daesh debería recibirse con más comedimiento. Era obvio –tras lo ocurrido con al-Qaeda en Afganistán, Boko Haram en Nigeria y al-Shabaab en Somalia– que también el pseudocalifato proclamado por Abubaker al-Bagdadi en junio de 2014 terminaría por ser desmantelado, con la única duda sobre la fecha y la cifra de muertos al final del acoso y derribo al que han sido sometidos sus miembros.
Pero a nadie puede escapársele que esos mismos antecedentes muestran sobradamente que no hay solución militar contra la amenaza terrorista y que, por tanto, no cabe proclamar victoria más allá de la satisfacción que pueda causar la liberación de una ciudad más (sin preguntarnos cuál ha sido el coste en vida de inocentes). Y esto es así porque, a pesar de lo ocurrido en ese pequeño rincón de la frontera entre Siria e Irak, los datos enseñan que la guerra continúa en Siria, que Daesh lleva meses dando muestras de su resiliencia y flexibilidad para volver con renovadas fuerzas a la lucha insurgente en la que es ya un consumado maestro, y que sus distintas facciones regionales siguen activamente empeñadas en imponer su dictado violento contra viento y marea. En resumen, Baguz apenas queda como un mero apunte en una larga serie de combates que, por sí mismos, no deciden nada definitivo.