Hace apenas unos años, tanto los Gobiernos como los ciudadanos de Europa Occidental consideraban que el terrorismo global era la principal amenaza para la seguridad y la cohesión en sus respectivas sociedades. También expresaban mucha inquietud respecto a los inusitados niveles de radicalización violenta y de reclutamiento terrorista que por entonces tenían lugar.
Esos niveles de radicalización violenta y de reclutamiento terrorista correspondían al ciclo de movilización yihadista que se inició en 2012, una vez desatada la guerra en Siria. Ese ciclo de movilización yihadista afectó a la mayor parte de los países europeos, aunque más a aquellos en el seno de cuyas poblaciones musulmanas es mayor el peso de las segundas generaciones.
Miles de jóvenes musulmanes radicalizados partieron de Europa Occidental para unirse, como combatientes terroristas extranjeros, a las organizaciones yihadistas activas en Siria e Irak, principalmente a la denominada Estado Islámico, pero también a otras entidades relacionadas con al-Qaeda. Miles más permanecieron en suelo europeo.
Yihadistas que se fueron y más tarde retornaron, al igual que otros que nunca se trasladaron a una zona de conflicto, intervinieron durante esos años en la planificación y ejecución de numerosos atentados, algunos de ellos tan letales como los ocurridos en París en 2015, en Bruselas, Niza y Berlín en 2016, o en Manchester y Barcelona en 2017.
A partir de 2018 se hizo especialmente evidente una caída en los niveles de radicalización yihadista y de reclutamiento terrorista que era ya apreciable durante los dos o tres años previos, así como una menor frecuencia de atentados o tentativas de cometerlos. El ciclo de movilización yihadista había concluido, como tal, para 2019, volviéndose a una situación similar a la existente en Europa Occidental una década antes.
Pero ¿qué provocó la decadencia de ese extraordinario ciclo de movilización yihadista que ha tenido lugar en Europa Occidental? ¿Fueron los planes multifacéticos que, con el fin de prevenir la radicalización violenta y el reclutamiento terrorista, desarrollaron los gobiernos europeos en ámbitos tales como, entre otros, la educación, la comunicación, las prisiones o los lugares de culto islámico?
No cabe pensar que así sea. En realidad, la mayor parte de esos planes se introdujeron tardíamente, su implementación efectiva ha variado mucho de unos países a otros, e incluso algunos gobiernos carecen aún de ellos. Sin embargo, el descenso en los niveles de radicalización violenta y de reclutamiento terrorista es percibido en el conjunto de Europa Occidental.
¿De qué hablamos entonces? Por una parte, de la lucha policial y judicial contra el terrorismo dentro de nuestros propios países, complementada con la cooperación intergubernamental. Por otra parte, de la intervención militar contra bases de las organizaciones terroristas en el exterior, mediante el establecimiento de alianzas internacionales. En definitiva, hablamos de combatir eficazmente el terrorismo, la expresión conductual más violenta de la radicalización.
En lo que atañe a la dimensión interna de esa lucha contra el terrorismo yihadista, un buen indicador lo proporciona el número de detenidos en Europa Occidental por actividades relacionadas con esa violencia. Apenas superó los 270 en 2013 para aumentar a unos 500 en 2014, situarse alrededor de los 800 en 2015 y 2016, cerca de los 1000 en 2017 y no bajar de los 700 en 2018.
Estas cifras revelan que las actuaciones policiales y los procedimientos judiciales, en el marco del Estado de derecho propio de las democracias europeas, fueron respondiendo con eficacia al ciclo de movilización yihadista iniciado en 2012. Así se desbarataron muchas redes de captación, se impidió la actividad de numerosos agentes de radicalización y se elevó el coste de autoradicalizarse.
Acerca de la dimensión externa del antiterrorismo, casi todos los gobiernos de Europa Occidental se sumaron a la coalición global contra Estado Islámico, formada a fines de 2014. Las operaciones de la coalición global aminoraron progresivamente el dominio que esa organización yihadista impuso sobre amplios territorios de Siria e Irak, hasta privarla en marzo de 2019 de su último reducto.
Estado Islámico perdió de este modo no únicamente el califato desde el cual emitía una elaborada propaganda destinada a jóvenes musulmanes de los países europeos, sino además la imagen de una estructura exitosa en expansión que estaba llamada a hegemonizar el yihadismo global. Ambas carencias han socavado más que considerablemente su capacidad para promover procesos de radicalización.
Estos procesos continúan en Europa Occidental, pero no a la escala con que se produjeron durante el reciente ciclo de movilización yihadista. Este ciclo pudo ser doblegado, a corto plazo, combatiendo eficazmente el terrorismo. A medio y largo plazo deberían dar resultado otro tipo de medidas para prevenir una radicalización yihadista que, si no, volverá a repuntar en nuestras sociedades.