Hace casi un año, en julio de 2015, un individuo nacionalizado estadounidense nacido en Kuwait, protagonizó un doble ataque contra sendas instalaciones del ejército norteamericano, dejando tras de sí cinco marines muertos en Chattanooga (Tennesee), en un atentado “motivado por la propaganda de organizaciones terroristas extranjeras”, según reconoció el FBI algunos meses más tarde sin señalar ninguna en concreto. A finales del mismo 2015 –el 2 de diciembre–, el matrimonio formado por Syed Rizwan Farook y Tashfeen Malik protagonizó un tiroteo en un centro social para discapacitados de San Bernardino (California), que arrojó un saldo de 14 muertos y 21 heridos. Y el pasado domingo 12 de junio, el bar Pulse, uno de los puntos de encuentro de la comunidad gay latina en la ciudad de Orlando (Florida), era el objetivo de Omar Mateen, quien acabó con la vida de 49 clientes del mismo, dejando más de 50 heridos, en el ataque más grave en suelo norteamericano desde el fatídico 11-S. En los dos últimos casos, los atacantes habían jurado pública lealtad a Estado Islámico (EI o ISIS, en sus siglas en inglés), ya fuese a través de redes sociales o por teléfono, si bien en ninguno de los tres sucesos los atacantes habrían recibido órdenes directas de ningún grupo terrorista yihadista de referencia.
El presidente Obama reconocía tras la masacre de Orlando que se trataba de un acto de extremismo violento de carácter homegrown, esto es, protagonizado por individuo(s) nacido(s), socializado(s) y también radicalizado(s) dentro de las fronteras de los Estados Unidos. Según el relato del presidente, Mateen –hijo de emigrantes procedentes de Afganistán, con una personalidad compleja y atormentada desde la infancia, según se va sabiendo a medida que avanza la investigación–, se habría autorradicalizado a través de Internet visionando propaganda generada por el aparato mediático de EI. De hecho, este individuo había sido investigado por el FBI debido a su relación con el primer yihadista estadounidense que cometió un acto de terrorismo suicida en Siria, aunque posteriormente dicha investigación fue abandonada al no encontrarse nexos importantes entre ambos. La forma de actuar en Orlando, como en el de los otros casos mencionados, respondería a la de los denominados lobos solitarios, individuos sin conexiones organizativas con organizaciones terroristas yihadistas, pero radicalizados por su propaganda y los llamamientos realizados desde las diversas plataformas en las que expanden su mensaje de odio.
Mientras que en Europa la amenaza inherente a culminación de procesos de radicalización violenta de naturaleza yihadista procede en mayor medida de células pequeñas formadas por individuos radicalizados no solo en un entorno online, sino también en espacios físicos y cara a cara, y con vínculos organizativos con estructuras yihadistas con mando y jerarquía interna –como quedó patente en los atentados de París de 2015 o Bruselas en 2016–, en EEUU, esta proviene sobre todo de estos actores individuales, autorradicalizados, a los que un factible acceso legal a determinadas armas de fuego hace muy peligrosos en términos de letalidad. Parecería razonable pensar que dichos individuos, lógicamente, son más difíciles de detectar y detener que las células, y sin embargo un estudio del FBI sobre incidentes violentos protagonizados por mass shooters, cuyas pautas de radicalización violenta presentan elementos comunes con la de los yihadistas, apunta algunas ideas interesantes a la hora de adoptar medidas preventivas a la acción de estos terroristas individuales.
El estudio, que será publicado a lo largo de 2016, pone de manifiesto que en el 80% de los casos un “observador casual” (bystander) relacionado con el atacante tuvo conocimiento de su plan antes de la comisión del acto violento. Estos bystanders fueron, por orden de importancia, miembros de la familia (en el 43% de los casos), compañeros (41%), figuras de autoridad tales como líderes religiosos, educadores, monitores, etc. (11%) y personas ajenas al entorno afectivo del individuo e incluso “extraños” (en el 5% de los mismos). La investigación va un paso más allá, estimando que, de media, 4,9 personas, bystanders pertenecientes a alguna de estas tipologías, estaban al tanto de las intenciones subyacentes a un mismo incidente. En el caso de Orlando, parece que la esposa de Mateen sabía de sus planes, de los que no dio cuenta a nadie. Del mismo modo, en el suceso de San Bernardino un amigo del matrimonio estaba al tanto de lo que iba a ocurrir. Y en el evento de Chanatooga, el terrorista habría enviado un mensaje “de guerra” a un amigo antes del ataque.
Dos ideas interesantes en materia de prevención pueden sacarse de dicha investigación. En primer lugar, la falta de confianza existente en EEUU entre la sociedad –sobre todo entre determinadas minorías– y sus fuerzas de seguridad para denunciar estos casos, sin duda un obstáculo para la intervención temprana. Lo que nos lleva al segundo apunte relevante: dada la cantidad de actores que pueden disponer de eventual información sobre hechos o comportamientos que indiquen que un individuo puede atravesar un proceso de radicalización violenta, es necesario subrayar la importancia de involucrar al mayor número de actores locales en la detección de posibles casos en su seno mediante el establecimiento de canales de comunicación basados en la confianza. Aunque sea claro que fuerzas de seguridad y sociedad civil dependen mutuamente en la lucha contra la radicalización violenta, cuya manifestación última son sucesos como los de Orlando, San Bernardino o Chanatooga, es esencial enfocar el problema desde una perspectiva menos securitizada y más cercana a la comunidad, descansando en mayor medida sobre la sociedad civil que en cuerpos policiales, y no solo en aquel lado del Atlántico.