Son demasiados los problemas que acumula Ucrania como para creer que la victoria de Petro Poroshenko en las elecciones presidenciales celebradas el pasado día 25 vaya a resolverlos como por ensalmo. Las elecciones solo son, en el mejor de los casos, un eslabón más en una cadena de actos que, salvo excepciones muy infrecuentes, ningún actor consigue dominar por completo para asegurar un determinado resultado final.
Lo más positivo en el caso de Ucrania es que se haya podido determinar un vencedor en la primera vuelta. Eso significa que, a pesar de las obvias dificultades para ejercer el voto en la parte oriental del país, ya hay un interlocutor identificado al frente, tanto en clave interna como internacional. Además, se evita así prolongar la campaña electoral en medio de una profunda crisis institucional, económica, social y política, con el evidente riesgo de descontrol del crítico proceso que arrancó en noviembre del pasado año. Poroshenko, a menudo caricaturizado como “el rey del chocolate”, acumula desde 1998 una larga experiencia política- como diputado de la Rada nacional, presidente del banco central ucranio, ministro de exteriores y ministro de desarrollo económico y comercio- en diferentes administraciones tanto de Kuchma, como de Yushchenko y Yanukovich. Además de ser un oligarca, como también se le suele despectivamente denominar en la jerga política habitual en los análisis sobre Ucrania, suma activos políticos tan importantes para la salida de la crisis nacional como una muy buena relación con Moscú y una positiva imagen para los gobernantes occidentales.
Su declarada intención de realizar de inmediato una visita al Donbás (centro neurálgico, que incluye Donetsk y Lugansk, de la tensión alimentada por grupos prorrusos en clave separatista) es, igualmente, una señal de determinación para atender a uno de los principales desafíos para la unidad nacional. Como también lo es que Rusia haya mostrado su disposición al diálogo, al tiempo que va retirando sus tropas de las zonas fronterizas.
En esencia, vista desde Moscú, la victoria de Poroshenko puede servir para ir ordenando el rompecabezas regional, en la medida en que el nuevo gobierno de Kiev entienda que no está en condiciones de dar la espalda a su principal socio comercial y suministrador de energía. Si Putin logra frenar su primer impulso de reconquista de todas las tierras donde haya población rusófila, entenderá que la ruptura de Ucrania no es en realidad algo que le reporte beneficios. Hacerse cargo de las provincias orientales prorrusas, aunque sean las económicamente más desarrolladas, supondría no solo asumir una responsabilidad con notables costes económicos, sino, sobre todo, perder una poderosa cuña en todos los engranajes políticos ucranios. En otras palabras, con Ucrania unida, cualquier gobernante de Kiev tendrá que gestionar la realidad derivada de una fragmentación estructural que le concede a Moscú la posibilidad de inmiscuirse (desde dentro) en todos los procesos de toma de decisiones.
Cabe imaginar, por tanto, que Poroshenko tendrá un cierto grado de maniobra para hacer frente a los enormes problemas nacionales, con el FMI aportando ayuda con la flexibilidad necesaria para no ahogar a una economía actualmente en bancarrota, con la UE ofreciendo un acuerdo que, al menos simbólicamente, transmita la sensación de que el país forma parte de la familia europea, y con una Rusia a la que le interesa que se recupere la estabilidad, siempre que nadie se atreva a cruzar la línea roja que supondría la integración de Ucrania en la órbita política y militar de Occidente.
Aún así, son muchas las asignaturas pendientes que Poroshenko debe todavía superar a corto plazo. Entre ellas, como acaba de demostrar la acción armada para controlar el aeropuerto internacional de Donetsk (ya recuperado por las fuerzas leales a Kiev), destaca el apaciguamiento de una población escasamente atraída por los dictados de la capital y, más aún, de unos grupos armados que pueden incluso escapar en un momento dado al control de Moscú. La apuesta por la unidad nacional (o, lo que es lo mismo, el rechazo a la federalización de demanda Moscú y sus socios locales) es, simultáneamente, la más clara opción de Poroshenko (sin incluir a una Crimea ya perdida irreversiblemente) y el mayor riesgo del mandato que ahora inicia, dado que ahí puede estar su talón de Aquiles. Y todo ello contando con que el nuevo presidente no tiene un partido sólido a sus espaldas y que nadie sabe cuál va a ser la reacción de los ahora derrotados en las urnas (sea Yulia Timoshenko o los representantes del Sector de Derechas o de Svoboda).