Se me ocurren miles de razones por las que reforzar, reinventar, restaurar, rediseñar… la relación transatlántica. Pero el actual contexto no ayuda.
Los europeos no están contentos con la Casa Blanca y Donald Trump no parece confiar en sus aliados del viejo continente ni entender muy bien qué es la UE. Su elección ya fue un shock para Europa, con la portada del Spiegel anunciando el fin del mundo tal y como lo conocíamos. Y ese era el sentimiento de Alemania y de gran parte de Europa: ¿cómo EEUU podía elegir a alguien tan poco adecuado para el cargo? Un nuevo presidente estadounidense que había prometido “hacer América grande otra vez” renegociando los acuerdos internacionales que consideraba injustos y perjudiciales para el país y cuestionando el valor de las instituciones internacionales. Europa había sido además uno de sus principales blancos, con Trump posicionándose a favor del Brexit y calificando a la OTAN de obsoleta. Precisamente la organización que invocó por primera y última vez el artículo 5 del Tratado para proteger a EEUU después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Fue Angela Merkel quien primero dio voz a un amplio sentimiento entre los europeos: los aliados de EEUU no podrían contar más con él y tendrían que tomar su destino en sus manos. Y luego llegó la salida de EEUU del Acuerdo sobre el Clima de París, la no certificación del acuerdo nuclear iraní y la designación de Jerusalén como capital de Israel. Sin embargo, reinaba cierta sensación de alivio e incluso de normalidad en las capitales europeas tras los primeros doce meses de Trump en la Casa Blanca. Fue, en gran medida, gracias a los mensajes de tranquilidad de Pence, Mattis, Tillerson y McMaster.
Pero la postura de la Administración se ha vuelto mucho más agresiva en este segundo año, con Tillerson, McMaster y alguno más fuera de Washington. La recientes decisiones en materia de proteccionismo y la salida de EEUU del acuerdo nuclear con Irán han torpedeado la relación y décadas de prosperidad y estabilidad, beneficiando a otras dos potencias: Rusia y China.
Curiosamente son estos dos países los que EEUU identifica como aquellos que desafían su poder, influencia e intereses, intentando erosionar la prosperidad y seguridad de EEUU en un mundo hipercompetitivo. Y son estas dos potencias, tachadas de revisionistas, las que están obligando a Washington a repensar sus políticas de las últimas décadas.
Así, los asuntos internacionales se presentan desde la Casa Blanca como un juego de suma cero, rechazando la “comunidad global” kantiana y a favor del estado de la naturaleza hobbesiano, donde las naciones compiten por tener ventaja sobre el resto. En este mundo hipercompetitivo las alianzas son una alineación temporal de intereses, sin valor intrínseco para EEUU, que no sirven para mejorar su poder o la influencia ni para evitar guerras futuras. La solución de EEUU pasa por reforzar su poder y poner sus intereses primero, pero no insistiendo en la re-emergencia de la multipolaridad, en la necesidad de fortalecer el orden internacional ni en la reafirmación de la Alianza Atlántica, ni de sus aliados europeos.
La relación transatlántica, ¿moribunda?
Las crisis han sido una constante en las relaciones transatlánticas: en lo político (hegemón vs. aliados), en el ámbito estratégico (por ejemplo la disuasión nuclear), y en lo económico (sobre todo cómo afrontar las crisis). Pero, hasta ahora, han sido todas ellas crisis dentro del sistema. El actual presidente ha roto con los principios e ideas del orden internacional establecido y, por tanto, ha creado una crisis fuera del sistema. Para muchos significa el final y la muerte de una moribunda relación transatlántica. Pero al mismo tiempo, la mayoría de los expertos, sobre todo al otro lado del Atlántico, insisten en que los lazos transatlánticos son vitales en el mundo de hoy en día. Internamente, porque reafirman las democracias o facilitan la transición hacia ellas, mantienen los mercados libres, la independencia judicial y la libertad de prensa; en el ámbito internacional porque lleva al uso el estado de derecho y de las instituciones globales para resolver las disputas internacionales y promueven el libre comercio. ¿Con qué idea nos quedamos?
Para empezar, la hostilidad de Trump hacia la UE y la OTAN no es un reflejo de la opinión pública estadounidense. La mayoría siguen teniendo una visión positiva de la UE, de la OTAN y de la mayoría de los europeos. A ellos se une una mayoría de políticos, militares, expertos y miembros del Capitolio. Incluso el nuevo secretario de Estado, Mike Pompeo, que responde a la llegada de esos nuevos y preocupantes aires a Washington, realizó su primer viaje oficial como jefe de la diplomacia estadounidense a la OTAN, y eso es significativo.
Trump, sin embargo, está teniendo problemas más serios con la visión de su país en Europa. La proporción de europeos que ven a EEUU de forma positiva ha caído de forma dramática desde que Obama dejó el Despacho Oval (así lo muestra nuestro Barómetro en el caso español). Y aquí es donde los europeos tienen que empezar a trabajar, para prevenir una mayor revitalización del antiamericanismo popular en Europa.
Además, los europeos deben preservar sus principios, a pesar de Trump y a veces en contra de Trump, y hablar con condescendencia sobre sus diferencia con Washington, La oportunidad está en responder de forma unitaria a una política bilateral que Trump busca con cada uno de los estados miembros decidiendo, por ejemplo, qué hacer con Rusia antes que Washington. Y todo sin dejar de cooperar ni de buscar ni trabajar con otros socios “like-minded” como Japón, Corea del Sur, o países de América Latina.
No volveremos a ver las relaciones transatlánticas tal y como las hemos conocido hasta ahora, porque el mundo está cambiando, y EEUU y Europa también. Pero el Atlántico sigue siendo el centro del mundo democrático y del sistema de libre comercio, un área de paz donde la fuerza no se usa para resolver los conflictos. No es menos cierto que sus diferentes percepciones de las amenazas y de cómo hacerlas frente han puesto a la alianza bajo presión. Pero a pesar de los desencuentros, la relación transatlántica sigue teniendo una gran importancia estratégica para ambas partes y no hay una alternativa realista a ella.
Valores en común, intereses coincidentes y objetivos compartidos han constituido, hasta ahora, los cimientos de las relaciones entre EEUU y Europa. Quizás haya que volver a reescribirlos, y quizás haya que distinguir de forma más clara entre lo que es estructural y lo que es coyuntural (¿Trump?) para la relación. Porque la relación transatlántica hoy en día va mucho más allá de los gobiernos y de los líderes de los países. Crece el papel de otros actores que adquieren cada vez más protagonismo en algunos aspectos de la coordinación transatlántica: ciudades, regiones, organismos no estatales, empresas, academia y científicos, entre otros. Y no les estamos prestando suficiente atención.
Es impensable una no-coordinación transatlántica en el avance de la inteligencia artificial, en las posibilidad del uso del big data, en la interconexión mediante el Internet de las cosas, y otros muchos. Y pienso en “Marea” como un claro ejemplo de ello. Un cable submarino de fibra óptica que conecta a EEUU con España y Europa, que involucra a Microsoft, Facebook y Telefónica. ¿La razón? El flujo de datos a través del Atlántico continuará aumentando y porque esta iniciativa fortalece las comunicaciones en todo el mundo. ¿Cómo no creer en el futuro de la relación transatlántica? Y es que remamos en el mismo mar.