El laberinto del Brexit parece no tener fin. Más allá de lo que termine sucediendo, dos cosas han quedado claras. La primera es que salir de la Unión Europea (UE) es mucho más difícil de lo que cualquiera hubiera podido imaginar. La segunda, y la que resulte tal vez más sorprendente, es que, a pesar del caos absoluto que rodea tanto al Brexit como a la política británica, todavía hay mucha gente que respaldaría la opción de salir de la Unión si se repitiera la elección (los últimos sondeos que hemos conocido hablan de un 62% a favor del Remain, que ha subido con rapidez en las últimas semanas, pero un 38% de los votantes sigue prefiriendo el Brexit, una cifra no desdeñable). Sorprende, por tanto, que en el actual contexto de “crisis constitucional” británica –aunque no haya constitución escrita– tanta gente siga sin ver claro que el Brexit es un camino hacia ninguna parte (algo parecido podría decirse del apoyo a la independencia en Cataluña, pero esa es otra historia).
Para entender por qué esto es así, es esencial recordar que el Reino Unido siempre fue un socio extraño en la UE. Cuando el proyecto de integración comunitario arrancó en 1957, los británicos se quedaron fuera y promovieron un proceso integración alternativa, la European Free Trade Association (EFTA), con mucho comercio y pocas instituciones. Y es que el propio Winston Churchill había dicho al final de la Segunda Mundial que, para asegurar la paz, se debía caminar hacia los Estados Unidos de Europa, pero estos Estados Unidos no debían incluir al Reino Unido. En aquel entonces, la mayoría de los británicos soñaban que mantendrían su poder e influencia debido a la relación especial con Estados Unidos y al peso de la Commonwealth. Pero todos esos delirios de grandeza fueron cayendo durante las siguientes décadas y, tras varias humillaciones económicas y geopolíticas (desde la Crisis del Canal de Suez de 1956 hasta el declive económico en relación al continente, que incluyó un rescate por parte del Fondo Monetario Internacional en 1976), el Reino Unido optó por pedir su entrada en la Comunidad Económica Europea con la cabeza baja. Tras la muerte del General Charles de Gaulle, que se regodeó varias veces vetando la entrada británica, ésta por fin se materializó en 1973.
Desde entonces, el Reino Unido siempre ha tenido una visión transaccional de su pertenencia a la Unión. Su proyecto nacional de modernización o democratización nunca ha estado vinculado a Europa como les sucede a los países del sur como España, siempre ha sido muy receloso de ceder demasiada soberanía y nunca ha compartido el proyecto de integración política que tienen la mayoría de los Estados Miembros de la UE. Para los británicos, que siempre han sido unos maestros en el arte de la diplomacia, cada dossier europeo debía ser analizado en términos de coste-beneficio, y esta estrategia les ha llevado a gozar de una situación especial dentro de la UE: lograron el llamado cheque británico para reducir su contribución neta al presupuesto comunitario por su rechazo al peso de la Política Agrícola Común y no forman parte del espacio Schengen ni del euro.
Pero cuando la crisis financiera de 2008-10 y la del euro de 2010-2013 obligó a los países europeos a profundizar en su integración económica y monetaria, los británicos empezaron a comprender que la Unión iba a avanzar hacia un nivel de integración más profundo que los obligaba a plantearse si estaban dispuestos a seguirla o no (eso sucedió, por ejemplo, con la Unión Bancaria, el Pacto Fiscal o la creación del Mecanismo Europeo de Estabilidad). Y, aunque el Brexit es una pésima idea económica y un claro error de cálculo de las élites del partido conservador, sobre todo de David Cameron, no puede negarse que algunas partes del Reino Unido (no Escocia ni Londres), nunca se han sentido plenamente cómodos con su membresía comunitaria. Desde la Segunda Guerra Mundial, siempre han recurrido a Europa como un Plan B y con la cabeza baja cuando sus proyectos imperiales de gran potencia les han fallado. Es esencial entender esto para enmarcar la inquietante realidad del Brexit.