Nueve países en ocho días. Podría ser el título de una película, pero es el resumen de la maratón diplomática que el secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, está a punto de completar el día 15 de enero en su gira por Oriente Próximo y Oriente Medio. En su acelerado periplo habrá visitado Jordania, Irak, Egipto, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Arabia Saudí, Omán y Kuwait. Y dado que el pasado 19 de diciembre Donald Trump volvió a sorprender a propios y extraños con el anuncio de la retirada inmediata de las tropas desplegadas en Siria, una primera lectura del viaje de Pompeo daría a entender que ha optado por ir al terreno para explicar los detalles de esa controvertida decisión y para tratar de paliar sus efectos más negativos.
Sin embargo, de inmediato cabe contraargumentar que un viaje de estas dimensiones necesita meses de preparación por parte de las respectivas maquinarias diplomáticas y que, por tanto, el anuncio de la retirada de Siria no puede ser la causa de esa llamativa gira. Además, una cosa es que ya desde la presidencia de Barack Obama sea bien perceptible el deseo de EEUU de reducir su nivel de implicación militar en estas regiones (tanto porque su peso geopolítico y geoeconómico se ha reducido a ojos de Washington como porque ha aumentado el desafío a su hegemonía por parte de Rusia y China en otras latitudes), y otra muy distinta es que Estados Unidos vaya a desaparecer militarmente de la zona (sea de Siria o de Afganistán).
Para un líder mundial que tiene intereses globales y presencia militar en más de un centenar de países hay muchas maneras de estar presente en cualquier rincón del planeta, tanto con medios propios como a través de actores interpuestos. En el caso de Siria, habiendo renunciado a desplegar “boots on the ground” (es decir, tropas regulares de combate en línea), ha optado por activar unidades de operaciones especiales –hasta un volumen que oficialmente apenas supera los 2.000 efectivos pero que podría acercarse a los 4.000– y por apoyar a las milicias kurdas sirias –pilar fundamental de las Fuerzas Democráticas Sirias–, tras el fracaso de otros intentos por crear o potenciar fuerzas locales opuestas al régimen de Bashar al-Assad.
Con esas limitadas capacidades sobre el terreno es normal que se hayan ido abandonando objetivos más ambiciosos –como el derribo del régimen de al-Assad–, para pasar a otros como el desmantelamiento del pseudocalifato de Daesh en la parte oriental del país o el freno a la presencia de Irán en suelo sirio (y en la vecindad de Israel). Si bien es cierto que el primer objetivo se ha logrado (en el marco de una coalición internacional liderada por Washington), también lo es que eso no significa, al contrario de lo que propagandísticamente ha querido enfatizar Trump, la derrota de Daesh. Si ya la experiencia acumulada hasta ahora en la lucha contra el terrorismo internacional demuestra que no hay solución militar contra ese tipo de amenaza, ese objetivo es todavía más inalcanzable si solo se dispone de un contingente militar como el mencionado. Pero ni aun así puede EEUU dejar el campo totalmente abierto a otros actores, como Rusia o Irán, o dejar completamente en la estacada a los kurdos sirios, a merced de una Turquía que difícilmente resistirá la tentación de eliminar a quienes considera un brazo armado del terrorismo del PKK (el hecho de que John R. Bolton no ha logrado ser recibido por Recep Tayyip Erdoğan es una señal de las dificultades que va a tener Trump para llegar a entenderse con Ankara en este punto).
Volviendo entonces a Pompeo, es elemental identificar a Irán como el hilo conductor del esfuerzo que le ha llevado a la región. Tras la denuncia del acuerdo nuclear y la imposición de sanciones duras desde el pasado 5 de noviembre, apenas quedan cuatro meses para que los ocho países a los que Washington ha permitido seguir importando hidrocarburos iraníes tengan que buscar otros suministradores. Estamos, por tanto, en plena campaña de acoso y derribo contra un régimen que es visto como la encarnación del mal por quien se ve a sí mismo como “una fuerza del bien” (así lo ha vuelto a repetir Pompeo en su discurso en la Universidad Americana de El Cairo, donde ha tratado de enterrar el discurso y la política que Obama anunció en ese mismo lugar hace diez años). Y para ello ni Trump ni Pompeo han tenido reparos en alabar indecorosamente a golpistas como Abdelfatah al-Sisi –en un ejemplo más de que para Washington las violaciones de los derechos humanos y el autoritarismo violento son asuntos menores si con ello se impone la estabilidad– o en intentar rebajar las tensiones entre Arabia Saudí y Qatar –consciente de la necesidad de aunar fuerzas y evitar dispersiones para poder concentrar todo el esfuerzo contra Teherán.
Mientras Teherán acaba de aprobar unos presupuestos restrictivos, que asumen la dificultad de poder exportar más allá de un millón de barriles de petróleo diarios –línea roja por debajo de la cual el régimen podría colapsar por imparables protestas internas–, Pompeo ya anuncia una conferencia internacional en Polonia para los próximos días 13 y 14 de febrero. El cerco se va cerrando.