Polonia invocó el artículo 4 del tratado fundacional de la OTAN para reunir al Consejo Atlántico al considerar que los acontecimientos en Ucrania amenazan la integridad territorial, la independencia política y la seguridad de los Estados vecinos miembros de la Alianza. Era una medida obligada con la que Varsovia pretendía recalcar que la seguridad en el espacio euroatlántico no está en absoluto garantizada, pese al tiempo transcurrido tras la guerra fría.
El punto de vista polaco es compartido por una mayoría de la docena de países de Europa central y oriental que se adhirieron a la OTAN desde 1999. La ampliación de la Alianza parecía cerrar un capítulo sombrío de su historia y los anclaba en Occidente. Sin embargo, el control de Crimea por fuerzas rusas, preanunciado por la secesión de Abjasia y Osetia del sur (Georgia) en el verano de 2008, llevan a pensar a algunos gobernantes de la llamada “nueva Europa” que el sueño europeo y el atlántico tienen un tanto de espejismo. No es extraño que los nacionalismos, populismos o las nostalgias del comunismo emerjan en esos territorios, pues son resultado de una desilusión. El comediógrafo francés Marcel Achard subrayaba con ironía que la paz es la gran desilusión, mientras que la guerra es la gran ilusión. La paz que originó la seguridad cooperativa, las tareas militares rutinarias de unos países que aspiraban a percibir los dividendos de la paz, apuntaba a la prevención de nuevos conflictos desde un enfoque idealista y kantiano del mundo. No se quiso reconocer que los nacionalismos, y su historia subyacente, no habían desaparecido y, menos aún, el nacionalismo ruso.
El rechazo, aunque no frontal, de la entrada en la OTAN de Georgia y Ucrania en la Cumbre de Bucarest (2008) representó una marcada falta de voluntad política en una organización que en la posguerra fría había asumido con entusiasmo el dogma de una seguridad basada en la cooperación, con misiones de mantenimiento de la paz, o programas de modernización y de control democrático de las fuerzas armadas. La seguridad colectiva, inherente a cualquier tratado de alianza, pasó así a un segundo o tercer plano, al representar una hipótesis muy remota en una Europa en la que los conflictos interestatales habían sido sustituidos por los intraestatales, que, con el paso del tiempo, vinieron a conocerse como “conflictos congelados”.
Para que la seguridad cooperativa tuviera viabilidad, era imprescindible contar con Rusia. Se aseguró a Moscú que la expansión de la OTAN no suponía perjuicio para sus intereses sino que simplemente se buscaba extender la estabilidad al conjunto del continente, aunque a la vez se buscarían intereses comunes por medio de foros de diálogo como el Consejo Rusia-OTAN. La respuesta rusa, más con actitudes que con palabras, demostró pronto los límites de la seguridad cooperativa. Este modelo de seguridad fue también el fundamento de las relaciones entre la OTAN y Ucrania, concretadas en la firma de la Carta de Asociación Distintiva de 1997. Este documento, y otros posteriores, consideran clave para la seguridad euroatlántica la existencia de “una Ucrania soberana, independiente y estable, comprometida con la democracia y el imperio de la ley”. Se reconoce el valor estratégico de Ucrania, pero sin más compromiso que el derecho a mantener consultas sobre su seguridad, tal y como señala el párrafo 8 del Documento Marco del Partnership for Peace, suscrito por Ucrania y los demás miembros de cooperación de la Alianza. ¿Quién querría asumir con Kiev un compromiso de seguridad colectiva?
En contraste con la tibieza de otros miembros de la Alianza, está Polonia, a la que la geografía y la historia han dotado de una aguda percepción estratégica. No lo mencionará en las reuniones diplomáticas, pero tiene muy presente aquella afirmación del mariscal Pilsudski, fundador de la primera república polaca: “Sin una Ucrania libre, no puede existir una Polonia libre”. Los polacos saben que en el Reino Unido hay algún “revisionista” que lamenta haberse metido en una guerra mundial por su causa. En efecto, los tiempos han cambiado y no se trata de de morir por Danzig, pero Polonia exige a sus socios occidentales algo que perdieron en la placidez de la posguerra fría: la credibilidad.