EEUU está lanzado en una estrategia de definición contra China, basada en un amplio consenso interno que precede a Biden, pero que ahora tiene mucho de política interna. Aunque más allá, es el único país en el horizonte capaz de competir en todo tipo de poder con EEUU y cuestionar su hegemonía. Biden, en su reciente periplo de “normalización occidental” tras los desequilibrios de Trump (G7, OTAN, UE-EEUU y con Rusia, cumbres en las que el ausente muy presente fue Pekín) ha logrado un mayor apoyo europeo a su visión anti-China, vista ésta como “competidor” y “rival sistémico”, pero también “socio”. De hecho, pese a la retórica, el capital estadounidense ha seguido invirtiendo en China en cantidades importantes, aunque queda por ver si se llega a un cierto desacoplamiento entre EEUU y China en materia tecnológica. Pero, superadas las cumbres occidentales, y ante la próxima de democracias liberales, una cuestión es si realmente China plantea un reto a estas últimas. Las opiniones públicas no lo consideran así.
El economista y analista Dani Rodrik, expresaba el dilema con acierto: “¿Es posible para las democracias ser fieles a sus valores mientras comercian con China y mantienen relaciones de inversión con ella?”. Para responder esta pregunta, planteaba, “hemos de reconocer dos cuestiones: en primer lugar, es imposible visualizar una desconexión significativa de las economías occidentales y la china que no genere una catástrofe económica; en segundo lugar, poco pueden hacer los países occidentales, en forma individual o colectiva, para modificar el modelo económico estatal chino o su régimen represivo en cuanto a los derechos humanos y laborales”.
Hay toda una corriente en Occidente que se podría denominar la de “la ingenuidad de Bill Clinton”. Cuando China ingresó en la Organización Mundial de Comercio (OMC), a principios de este siglo, el entonces presidente de EEUU declaró: “Al adherirse a la OMC, China no está simplemente aceptando importar más productos nuestros, sino que está aceptando importar uno de los valores más preciados de la democracia: la libertad económica. Cuando los individuos tengan el poder… de realizar sus sueños, exigirán una mayor participación”. Este automatismo, idea muy extendida, respondía en buena parte a un profundo desconocimiento de China, que no es Corea del Sur, Japón ni Taiwán (ni España). Como indica Mario Esteban, “tanto España como la UE deben generar más conocimiento especializado sobre China”, pues hay una excesiva dependencia en análisis generados desde EEUU.
No obstante, se pueden citar múltiples fuentes estadounidenses con una visión más ajustada a la realidad. Rana Mitter y Elsbethe Jonhson, desde la nada sospechosa Harvard Business Review, apuntan acertadamente tres mitos en los que Occidente se equivoca con China: (1) la economía y la democracia son dos caras de la misma moneda; (2) los sistemas políticos autoritarios no pueden ser legítimos; y (3) los chinos viven, trabajan e invierten como los occidentales.
El nada trucado 2018 World Values Survey recogía que el 95% de los ciudadanos chinos tenía bastante o mucha confianza en el gobierno nacional, de las tasas más altas del mundo. No así (69%) en sus gobiernos locales (sobre la fiabilidad de las encuestas, elemento esencial para el régimen, véase el libro de Wenfang Tang). Esto no significa un apoyo al sistema chino fuera de China. Pero tampoco al de EEUU. Los europeos –dirigentes y ciudadanos– están encantados de ver en lugar de Trump a Biden en la Casa Blanca, como refleja una reciente encuesta del Centro Pew, pero por debajo se proyecta también que ellos, y en general los occidentales, ven la democracia estadounidense fracturada, y ya no como un modelo. Por ello, como ya consideramos, la próxima Cumbre de las Democracias, que está planteando Biden para una fecha no definida, debería empezar por casa, antes de por un discurso anti-chino.
A diferencia de la ex Unión Soviética en sus días, China no fomenta la exportación de su modelo, ni, cuando el Partido Comunista Chino se dispone a cumplir 100 años de existencia, dispone de una Komintern. Tiene nuevos instrumentos para defender, sin inocencia ni ingenuidad, su régimen, su bienestar, sus intereses y su imagen, incluido su “poder blando”, en Europa y en otras zonas, además del “duro”. La desinformación y el ciberespionaje están entre medias. China con Xi Jinping se ha vuelto más asertiva (normal con su reemergencia) y autoritaria (no normal, aunque las nuevas tecnologías se lo han puesto a tiro). Es verdad que China no condiciona sus tratos económicos con otros países a los valores políticos, tiene una visión muy geopolítica –este es un gran juego histórico de poder–, y puede exportar la tecnología que en la nueva era de la digitalización y la inteligencia artificial favorece los regímenes tecno-autoritarios. Pero la junta golpista de Myanmar ha contado con tecnología de este tipo, proveniente no sólo de China, sino también de países europeos muy liberales, como Suecia o Noruega, además de Israel. Londres tiene en sus calles una proporción por habitante de cámaras de reconocimiento facial similar a la de Pekín, un fenómeno que se está convirtiendo en global (y que Bruselas quiere limitar). La inocencia es escasa en este mundo.
Una vez Biden de vuelta a Washington, las voces europeas se han puesto a matizar. El Consejo de Comercio y Tecnología EEUU-UE puede ser un elemento positivo para marcar la línea en materia de normas y estándares –terreno en el que China es cada vez, comprensiblemente, más activa y que habrá que tomar en cuenta– y desactivar conflictos potenciales transatlánticos, además de Este-Oeste. Una cosa son los comunicados de las cumbres y otra ponerse de acuerdo sobre realmente qué hacer. Aunque la OTAN ha advertido que las ambiciones militares de China suponen una amenaza al orden global –pero habrá que integrar más a la superpotencia emergida en este orden–, el propio secretario general de la Alianza, Jens Stoltenberg, que ha introducido el tema en la agenda de organización, afirmó que China “no es un adversario”, ni se busca una nueva Guerra Fría. Quizá una de las opiniones más significativas, porque puede llegar a canciller de Alemania, tras Angela Merkel, sea la del sucesor de ésta como candidato democristiano Armin Laschet, para el cual “la pregunta es: si hablamos de ‘frenar’ a China, ¿nos llevará eso a un nuevo conflicto? ¿Necesitamos un nuevo adversario? Y ahí la respuesta europea es cautelosa, porque, sí, China es un competidor y un rival sistémico, tiene un modelo de sociedad diferente, pero también es un socio, sobre todo en cosas como la lucha contra el cambio climático”.
Todo ello no quita para que haya que defender, en lo posible, los derechos humanos y la democracia. Desde luego defenderlos hacia adentro. Pero Europa, y por extensión, Occidente, han perdido capacidad de exportarlos, pese a la dimensión normativa de la UE. Otra encuesta, esta vez de la Fundación Alianza de las Democracias (ADF), lanzada por el ex primer ministro danés y ex secretario general de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, realizada entre 50.000 personas de 53 países hace unos pocos meses, ya con Biden en el poder, reflejaba esa preocupación general por el sistema político de EEUU. Más personas en todo el mundo (44%) ven a EEUU como una amenaza para la democracia en sus países que a China (38%) o a Rusia (28%). “La agenda europea con China no puede limitarse a los derechos humanos” dice, huyendo de la “indeseable visión en blanco y negro”, Fidel Sendagorta, director político del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Como vemos, una cuestión ineludible es ¿cómo incluir a China –una China responsable– en el liderazgo mundial –pues es necesario hacerlo dada la transformación de poder geopolítico y económico en el mundo– y a la vez mantener un sistema internacional eficiente y no polarizado? Este es otro mundo, mucho más complejo que el que vivió Clinton como presidente, necesitado de respuestas también complejas. Pero preservar y fortalecer nuestras democracias liberales depende, ante todo, de nosotros mismos. No de China ni de la confrontación con ella.