Por supuesto, el camino no comienza hoy con la aprobación definitiva de la Cooperación Estructurada Permanente (PESCO, por sus siglas en inglés) a la que se apuntan todos los miembros de la Unión Europea (UE) menos Gran Bretaña, Dinamarca y Malta. De hecho, si hubiera que tomar un punto de arranque, habría que remontarse probablemente al intento fallido de crear la Comunidad Europea de Defensa en la primera mitad de los años cincuenta del pasado siglo. Pero, como es sabido, el desplante francés a la iniciativa fue de tal nivel que hasta el Tratado de Ámsterdam (1999) no se logró introducir algún apunte real sobre temas de seguridad y defensa en el ámbito comunitario. Mientras tanto, la OTAN (Identidad Europea de Seguridad y Defensa incluida) ha servido de paraguas común a la mayoría de los países europeos occidentales, aunque eso haya supuesto aceptar una prolongada minoría de edad frente a Washington que, en buena medida, sigue siendo una incómoda realidad en nuestros días.
Ahora, cuando la UE ya se atreve a aspirar a la autonomía estratégica, como refleja su reciente Estrategia Global (junio de 2016), la PESCO recogida en el Tratado de Lisboa (2009, artículos 42 y 46) comienza a tomar cuerpo, a la espera de que así lo ratifiquen los jefes de Estado y de Gobierno en el próximo Consejo Europeo (14-15 de diciembre). Si se ha llegado hasta aquí, tras amargas lecciones sobre la falta de voluntad para implementar lo acordado en ocasiones anteriores y sobre el peso que todavía tiene el prurito nacionalista entre europeístas, atlantistas y aprovechados neutrales, es, sobre todo, por cuatro motivos.
El primero deriva de la convicción de que todos nos enfrentamos a amenazas y riesgos que superan abiertamente las capacidades de cada país en solitario para hacerles frente con mínimas posibilidades de neutralizarlos. El multilateralismo se ha impuesto como una obligación entre potencias medias que, por un lado, son demasiado pequeñas para imponer su criterio y navegar en solitario en un mundo globalizado y, por otro, parecen haber superado su adolescencia estratégica y desean no tanto desembarazarse de la tutela de Estados Unidos como disponer de un mayor margen de maniobra para atender a sus propios intereses.
A eso se suma la profundidad de una crisis sistémica que impide dedicar más recursos a unos sistemas de defensa nacional crecientemente desajustados y traducir en hechos el tan repetido como irreal mantra de “hacer más con menos”. La percepción individual de estar sufriendo un desarme estructural y de que se abren espacios de vulnerabilidad cada vez más acusados ante antiguas y nuevas amenazas, imposibles de atajar con los medios actuales, también empuja inexorablemente hacia el multilateralismo. Del mismo modo, la dinámica asertiva que Vladimir Putin viene impulsando desde hace años en el continente europeo, con Ucrania como escenario preferente pero no único, está generando una significativa inquietud no solo entre sus vecinos más inmediatos sino en el conjunto de la Unión. Por último, la previsible salida británica del club comunitario, aunque supondrá un coste todavía por evaluar, significa también una liberación de lastre antieuropeista, lo que permite convertir una mala noticia (sin Londres somos menos capaces) en una oportunidad para acelerar un proceso tan necesario como mortecino hasta ahora.
De este modo, y dejando en suspenso el tradicional método comunitario de ir avanzando en el terreno económico como vía preferente para llegar algún día a una unión verdaderamente política, hoy es paradójicamente la defensa el campo de cooperación que parece más apetecible. El que durante décadas ha sido el último reducto de la soberanía nacional y, por tanto, el ámbito menos proclive a la plena cooperación comunitaria, puede servir hoy como señal de que la Unión aún tiene vida y futuro. Eso no quiere decir, en absoluto, que hayan desaparecido los obstáculos para llegar a una “Europa de la defensa”. De hecho, siguen siendo prácticamente los mismos que cuando fracasó el Tratado Constitucional, se creó la Agencia Europea de Defensa o se aprobaron los Grupos de Combate que nunca han sido activados.
Por mucho que ahora se aparente lo contrario ahí sigue estando el instinto proteccionista de cada gobierno en relación con su industria de defensa, la disparidad de criterios a la hora de emplear la fuerza, la distinta prioridad otorgada a diferentes amenazas según la localización geográfica, el papel que aún debe jugar la OTAN, el temor de que los nuevos presupuestos aprobados para I+D en defensa solo aprovechen a los más poderosos… Todo ello sin olvidar que mientras la Alemania de Merkel no termine de conformar un nuevo gobierno (confiando en que sea proeuropeista), tanto la Francia de Macron como todos los demás seguiremos inevitablemente a la espera de ver qué rumbo toma este proceso.
Luego (aunque en realidad debería ser lo primero) aún queda por definir más claramente el para qué de todo ese esfuerzo (intereses a alcanzar y objetivos a lograr). Y no menos importante es cómo explicárselo a una opinión pública sometida a una crisis que pone en cuestión el bienestar de muchos, crecientemente desatendidos en un contexto en el que se ensanchan aún más las brechas de desigualdad. Una mínima regla de juego debería ser no sacralizar el 2% del PIB de cada uno dedicado a defensa, apostando decididamente por eliminar las duplicidades existentes y cubrir conjuntamente los agujeros en términos de capacidades. En otras palabras, no gastar más sino mejor, pensando en clave europea.