Desaparecido el optimismo de muchos que confiábamos en un rechazo por la mínima, tras el impacto de la decisión del electorado británico, solamente nos queda meditar brevemente sobre las causas y el trasfondo de la lamentable operación, y las consecuencias para las relaciones con América. En primer lugar, debe resaltarse el alto grado de irresponsabilidad que impelió al primer ministro David Cameron a infligir un considerable daño no solamente a la Unión Europea, sino a todo el entorno atlántico.
Ya el Reino Unido era un socio privilegiado. Se le eximía de la adopción del euro, con un acuerdo especialísimo que ni siquiera contemplaba un calendario de adhesión en un futuro hipotético. Londres conseguía también tener selladas las fronteras, sin aceptar el innovador sistema de Schengen. Todo se hacía para tener contento a un gobierno y un país que tenían que demostrar que eran diferentes.
Y llegó la hora fatal. El efecto en Europa ya está siendo demoledor. Solamente se salva un sentimiento disimulado pudorosamente: el único beneficio puede ser haberse librado de un socio persistentemente incómodo, un invitado que frecuentemente se hacía notar de modo negativo. Era un mal ejemplo, un freno a la plena integración europea, una tentación para la imitación de otros reticentes.
Desde América, este proceso se comenzó a ver recientemente con cierta preocupación en Washington. Conviene anotar que fue el propio presidente Barack Obama el que expresó su deseo de una buena resolución, excediéndose en los modos diplomáticos. Cameron y los votantes que han apoyado el Brexit le han hecho un mal servicio. La imagen que el Reino Unido tendrá en Estados Unidos se deteriorará hasta extremos antes inesperados. De poco va a servir la llamada “relación especial” para apuntalar una de las alianzas más sólidas de la historia reciente.
La primera víctima del desastre puede ser el proceso de aprobación (ya dudoso a corto plazo) del Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión entre EEUU y la UE (conocido por TTIP), que debía ser la réplica del que está inicialmente pactado entre Washington y los países del Pacífico. La ola de populismo y oposición al libre comercio (presente ya en las declaraciones de los candidatos a la presidencia en EEUU) contribuirá a la ralentización de lo que se considera como excesiva globalización, optando por el nacionalismo controlador de las iniciativas económicas y sobre todo políticas.
El sucesor de Obama tendrá problemas en proseguir la alianza con Londres en temas estratégicos, ya que el Reino Unido se verá como un agente libre de la ya difícil cooperación europea en materia militar. Solamente quedará el ligamen a través de la OTAN, con unos socios europeos que se sentirán cautos al actuar con un colega al que verán libres de acuerdos en el seno de la UE.
En el terreno puramente comercial desde Washington no se percibirá como positiva la nueva situación de la City de Londres, desprovista de su envidiable status de eje financiero anclado en la UE. Se oirán los cantos de sirena de otras capitales europeas, sólidamente conectadas con la nueva red comunitaría, sobre todo si los líderes de Europa adoptan una política de refuerzo de la zona euro.
Desde América Latina, la salida del Reino Unido será leída como la confirmación del abandono de la prioridad de los esquemas cimentados en la supranacionalidad y en la integración profunda. El mensaje del Brexit será la confirmación de la senda de la soberanía nacional. Todos los años que la UE ha invertido en compartir la bondad del modelo de integración europeo, basado en la fuerza de sus tratados y la eficacia de sus instituciones, serán considerados como una pérdida lamentable de tiempo y energía.
El “modelo de integración” inspirado en la agenda norteamericana, tendiente a arreglos individuales o acuerdos limitados al comercio, superará a la ya debilitada doctrina europea. El Caribe, subregión con gran influencia británica, sufrirá por falta de vínculo seguro y se inclinará más hacia Washington. América, en suma, el continente más cercano desde el punto de vista histórico y cultural, además de político-económico, quedará más distante que antes de Europa.