Ya no se trata de que la democracia en Venezuela esté jaqueada porque el régimen controla todos los ámbitos relevantes del poder: el ejecutivo, el legislativo, el judicial, el Consejo Nacional Electoral, la policía, las fuerzas armadas, los medios de comunicación, las empresas del Estado y un largo etc.
Ya no se trata de que la competencia electoral no fue limpia porque la principal candidata de la oposición fue inhabilitada y el régimen prohibió su candidatura.
Ya no se trata de intimidar a los votantes de la oposición y de premiar a los votantes leales, utilizando sin cortapisas el dinero público para repartir puestos de trabajo y paquetes de comida entre los partidarios del régimen y castigar a los desleales.
El régimen dejó cualquier indicio de sutileza de lado y optó por lo grotesco: robar la elección.
Ya no se trata de obstaculizar la campaña electoral de la oposición con todas las artimañas imaginables. La crónica del Financial Times es un poema al juego sucio. Un periodista del periódico viajó en el convoy de 12 automóviles todoterreno en el que la candidata inhabilitada y el candidato designado en su reemplazo, recorrían el país haciendo campaña electoral. Se vieron obligados a recorrer largas distancias en coche porque ninguna compañía aérea les vendía un billete. Un camión con bidones de gasolina acompañaba al convoy para repostar en ruta, ya que el combustible puede escasear y el gobierno cierra con frecuencia las gasolineras situadas a lo largo de las autopistas por las que tiene previsto viajar. Los restaurantes que tenían la audacia de atenderlos eran cerrados posteriormente por la policía. En el lugar en que estaba previsto el acto de campaña no había equipo de sonido ni escenario porque detuvieron a las seis personas que iban a proporcionarlo. No había ni un solo cartel en la calle con publicidad electoral de la oposición, sólo propaganda del régimen. Y como si esto fuera poco, dos coches sin matrícula se unieron al convoy, un patrón típico utilizado por la agencia de inteligencia del Estado.
Ya no se trata de montar un fraude para asegurarle el triunfo al oficialismo. El fraude después de todo requiere de cierta habilidad para manipular el proceso electoral a través de un conjunto de acciones con el fin de alterar el resultado, pero tratando de salvar las apariencias que le den una aureola de verosimilitud.
Se trata de todo eso, sí. Pero esta vez no fue suficiente. El régimen dejó cualquier indicio de sutileza de lado y optó por lo grotesco: robar la elección.
Viniendo del ámbito académico y desde fuera de la política, fui candidato presidencial de mi país, Uruguay, en 2019. Conocí desde dentro lo que es un proceso electoral ejemplar: abierto, plural, competitivo, garantista (gobierno y oposición son parte del órgano electoral, en las mesas de votación hay representantes de todos los partidos y el recuento se hace voto a voto, físicamente, papeleta por papeleta, ante los ojos de todo el que lo quiera ver), limpio hasta la obsesión.
Tanto es así que en las elecciones de 2004 la coalición de izquierdas, el Frente Amplio, ganó por primera vez después de 175 años de alternancia entre los dos partidos fundacionales, el Colorado y el Blanco, y lo hizo por un margen inferior al 1%. Nadie puso en duda los resultados, ni por un segundo.
Viendo ayer al presidente del Consejo Nacional Electoral de Venezuela presentar los resultados desde un montaje escénico más parecido a un culebrón de mala calidad, anunciando todos los resultados a la vez, con el 80% de los votos presuntamente ya contados, después de una inexplicable demora de seis horas justificada por un ataque terrorista, no se necesitaba tener poder de adivinación para saber cuál sería el anuncio.
La escena era tan surrealista y ajena a cualquier noción de transparencia y legitimidad que únicamente se puede llegar a una conclusión: nadie que haya ganado una elección de forma legítima actúa de esa manera. Claro, a menos que quiera robarla.