Poco a poco se va abriendo paso la idea de que la paz (al menos temporal) puede estar próxima en Ucrania. Así lo refleja el tono de su propia opinión pública, cada vez menos inclinada a sumarse a las filas del ejército y mucho más a reconocer que es necesario alcanzar un acuerdo político con Moscú. Igualmente, el desarrollo de los combates demuestra que ninguno de los dos bandos está en condiciones de lograr la victoria definitiva. Y, por si eso no fuera suficiente, la reentrada en escena de Donald Trump está provocando una aceleración política que va en el mismo sentido, incluso atreviéndose a filtrar un supuesto plan de paz. Un plan que, con la mirada puesta en el próximo mes de mayo, implicaría la cesión de territorio a Rusia y la renuncia a ingresar en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
‘’El desarrollo de los combates demuestra que ninguno de los dos bandos está en condiciones de lograr la victoria definitiva’’.
La presión estadounidense, entreverada de amenazas sobre el recorte o suspensión de la ayuda económica y militar, ya ha llevado forzosamente a Volodímir Zelenski a modificar su discurso, dejando atrás el sueño de recuperar la integridad territorial, expulsando a las tropas invasoras de todos los rincones de Ucrania, para adoptar un nuevo enfoque que asume la apertura de un proceso negociador y que pone el énfasis en las garantías que Kyiv necesita para dar un paso tan delicado como firmar la paz con Moscú. Inevitablemente, Zelenski debe tener muy presente el nulo valor de las garantías que tanto Washington como Londres y Moscú le otorgaron a Ucrania en defensa de su integridad territorial cuando proclamó su independencia (1991) y cuando renunció a su arsenal nuclear (1994). Y de ahí su natural temor a encontrarse mañana ante nuevos hechos consumados (como la anexión de Crimea, en 2014, y la invasión rusa, desde febrero de 2022), frente a los que no pueda más que claudicar.
Son muchos, por supuesto, los problemas que hay que superar para que fructifique un acuerdo que ponga fin a la actual fase de guerra abierta. No sabemos, por un lado, si Vladímir Putin contempla ese hipotético acuerdo como el final de su aventura belicista o un simple descanso temporal, antes de volver a las andadas. Tampoco sabemos si Zelenski está dispuesto a asumir el coste político que previsiblemente llevará aparejado el abandono de su estrategia de victoria, expuesto a las críticas de una población tan severamente castigada. Cabe temer, igualmente, que, como ocurre en tantos otros conflictos, ambos bandos acentúen su apuesta violenta con la pretensión de llegar a la mesa de negociaciones en las condiciones más ventajosas, aumentando aún más el dolor humano y la destrucción física.
En todo caso, confiando en que todos esos problemas se superen, resulta fundamental articular un sistema de garantías para evitar la tentación de regresar a las armas. En ese punto conviene volver la vista hacia las propuestas que algunos gobernantes europeos están presentando. Unas propuestas que, todavía sin perfilar en detalle, dan a entender que tras un posible acuerdo habrá militares de algunos países de la Unión Europea (UE) desplegados en la futura línea de demarcación entre el territorio ucraniano y el que Rusia logre retener. Algo muy distinto a lo que también se llegó a plantear hace tan sólo unos meses, sobre todo por parte de Francia, en el sentido de desplegar tropas en Ucrania, no para entrar en combate contra las unidades rusas, sino para liberar a las fuerzas ucranianas de tareas de seguridad menos exigentes, de tal modo que estás pudieran desplazarse a la primera línea de combate.
En esa línea hay que entender las recientes declaraciones de Zelenski, cuando ha señalado que si la UE está hablando en serio debe comprometer al menos una fuerza de 200.000 efectivos. Esa sería la única manera, a su entender, de evitar que Rusia se vea tentada de reemprender la vía violenta en el momento en el que lo considere oportuno. Las primeras reacciones, a la espera de ver lo que sale del “retiro informal” de los líderes de la UE (junto con el secretario general de la OTAN) previsto para el 3 de febrero, no son muy halagüeñas. En primer lugar, porque se estima que ese volumen de efectivos no es realista, con otras fuentes apuntando a que no superarían los 50.000 (recordando que se trata de cubrir un frente de no menos de 1.000 km). Además, como ya ha indicado Polonia, resulta difícil imaginar que algunos aliados europeos vecinos inmediatos de Rusia vayan a contribuir con tropas, en tanto que el posible nuevo jefe de gobierno alemán tampoco se ha comprometido a participar en el esfuerzo común. Por otro lado, también cabe imaginar que la OTAN adoptará un bajo perfil para no alimentar el ya clásico argumento ruso de que la guerra actual es sólo una defensa contra la Alianza Atlántica.
En el mejor de los casos cabe imaginar, por tanto, que se podría desplegar una fuerza de mantenimiento de la paz con capacidad para reafirmar el compromiso occidental con la seguridad ucraniana y para disuadir a Rusia de realizar un nuevo ataque. Un papel exigente para unos países y una Unión que previsiblemente no van a tener voz propia en la negociación de ahora arranque (el propio Trump, habla de contar con Zelenski y Putin, pero sin mencionar la UE). El problema, como en tantos casos, no es principalmente de capacidades sino de voluntad política para asumir el reto.