En principio, parece mejor sentarse a una mesa para resolver una disputa que seguir matándose interminablemente, sin que ninguno de los bandos enfrentados cuente con el poder suficiente para inclinar la balanza a su favor de una vez por todas. Por eso, también en principio, cabría alegrarse del inicio, el pasado 12 de septiembre, de las negociaciones intraafganas, con la esperanza de que de ellas salga una paz que ponga fin a la violencia y subdesarrollo que definen a Afganistán desde hace décadas. Sin embargo, sin prejuzgar el futuro del proceso que ahora ha arrancado en Doha, es aconsejable no dejarse llevar por el tono obligadamente optimista de los discursos de la sesión inaugural.
En primer lugar, basta constatar que ese arranque negociador no ha supuesto el fin de la violencia, y ni siquiera una reducción en la intensidad y frecuencia de los choques. No solo en la primera mitad del año se ha superado ya el número de muertos civiles a manos de los talibanes en todo el pasado año, sino que, en las 24 horas previas a la cita en la capital qatarí, al menos 18 provincias del país sufrieron nuevos combates. Por otro lado, resulta inevitable recordar que dicha cita no nace de la voluntad de las partes –el gobierno de Kabul y los talibanes– sino de las condiciones establecidas por Washington con estos últimos, como resultado del acuerdo que ambos firmaron el pasado 29 de febrero. Un acuerdo que no cabe calificar de paz sino, más llanamente, de certificación de la retirada militar estadounidense (se estima que a finales de octubre sus efectivos sobre el terreno no llegarán a 5.000, y que en mayo del próximo año debe estar completada) a cambio de un etéreo compromiso de las huestes del mulá Haibatulá Ajundzada de negociar con Kabul y romper sus vínculos con al-Qaeda (algo que todavía no ha sucedido). En otras palabras, Estados Unidos (y sus aliados internacionales) no han logrado sus objetivos y han creado un trampantojo que pretende hacer pasar por una salida airosa lo que es una derrota sin paliativos. De paso han ninguneado, primero, a los gobernantes afganos y, posteriormente, los han sumido en una dinámica que les ha obligado a liberar a prisioneros talibanes en contra de su voluntad (5.000 hasta ahora, a cambio de 1.000 soldados y policías afganos) y a implicarse en una negociación en la que su margen de maniobra queda muy recortado (aunque solo sea porque ya se han gastado dos bazas tan relevantes como la retirada estadounidense y la liberación de los prisioneros).
Es cierto que estamos ante la primera vez que ambos actores se ven directamente las caras en una negociación, cada uno con 21 representantes entre los que tan solo figuran cuatro mujeres (ninguna en el equipo talibán). Pero ya a partir de ese punto vuelven a surgir las dudas. En el bando talibán, con un peso pesado como el sheikh Abdul Hakim al frente del equipo, se percibe un mayor equilibrio, tanto entre figuras prominentes de perfil político como religioso y militar, así como entre familias, tribus y subfacciones (incluyendo a la red Haqqani y a los llamados Cinco de Guantánamo); lo que augura una mayor capacidad de decisión y de cohesión para tratar de conseguir sus principales objetivos: designar al próximo jefe de Estado ya desde la fase transitoria o interina y reinstaurar el emirato islámico que ya lideraron en el periodo 1996-2001. Por el contrario, en el equipo gubernamental el peso de sus miembros parece menor y la estructura ideada tras agrios debates internos presagia una mayor dificultad para alcanzar consensos. Así, por un lado, Masoom Stanekzai (hombre de confianza del presidente, Ashraf Ghani) encabeza el equipo que se ha sentado en la mesa, pero, al menos teóricamente, ese equipo debe actuar bajo las directrices del Consejo Superior para la Reconciliación Nacional (CSRN), liderado por el eterno rival del propio Ghani, Abdullah Abdullah. Y, por si fuera poco, se sabe que hay otros actores afganos manteniendo negociaciones en paralelo con los talibanes.
En esas circunstancias se hace aún más difícil lograr pasos decisivos para cumplir con los dos objetivos principales de la negociación: el cese total de hostilidades y la formación de un nuevo gobierno. No se ha logrado que el primero de ellos haya sido una precondición para iniciar el proceso; entendiendo que los talibanes no han querido renunciar de antemano a su principal baza para forzar el proceso en la dirección que les interese. De hecho, han aprendido que es, sobre todo, su apuesta violenta la que les ha permitido llegar hasta aquí. En cuanto al segundo, cabe imaginar que Ghani tratará de evitar que los talibanes consigan imponer sus planes de eliminar las dos cámaras parlamentarias y reformar la Constitución. Lo malo es que apenas cuenta con otra baza en sus manos que ir renunciando a cuotas de poder, consciente de que ni las fuerzas armadas y de seguridad afganas tienen capacidad para garantizar la seguridad del país, ni tiene el respaldo mayoritario de una población harta de violencia y falta de soluciones.
Si algo está claro de momento es que los talibanes no quieren paz, sino poder; que Kabul no tiene apenas nada que ofrecer a los talibanes, que no sea ceder más y más poder; y que la reconciliación es solo una de las opciones en juego.