Dice la Casa Blanca que “solo el diálogo puede lograr avances”. Será por eso por lo que John Kerry se desespera por salvar su propia iniciativa para que israelíes y palestinos alcancen algún atisbo de acuerdo que ponga fin a más de seis décadas de conflicto. Pero a la vista de lo que se viene filtrando desde el arranque del proceso iniciado en julio pasado, nada indica que sus idas y venidas vayan a producir resultados tangibles a corto plazo. Buena muestra de ello es que el objetivo declarado de las reuniones mantenidas estos días (con Benjamin Netanyahu, pero no con Mahmud Abbas) es, escuetamente, conseguir una prórroga a las actuales negociaciones más allá del 29 de abril, fecha marcada en principio como límite.
A estas alturas- después de más de setenta planes de paz y hojas de ruta de muy diferente alcance- ya es difícil sorprenderse con algo nuevo por parte de negociadores tan experimentados como hipotecados por unos condicionantes que ninguno está dispuesto a olvidar. Así, no es novedad que Israel incumpla lo pactado- la liberación de los últimos 26 prisioneros palestinos de un total de 104 ya acordados hace meses como medida de confianza y voluntad negociadora (con el argumento formalista de que no estaba obligado a hacerlo). Tampoco lo es que convierta sus incumplimientos en nuevas ofertas a futuro, sin calendario preciso, sea la liberación de prisioneros o la congelación de ampliación de asentamientos (el gobierno israelí ha aprobado la construcción de 10.509 nuevas viviendas en esos mismos nueve meses, con la particularidad de que todos los asentamientos son ilegales según el derecho internacional).
Tampoco lo es que Estados Unidos se quede solo en la ONU, apoyando a ultranza a su aliado y asumiendo el coste político de asociarse a flagrantes violaciones del derecho internacional. Así acaba de ocurrir ahora, en el marco del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, llevando la contraria a los otros 46 miembros que han aprobado cuatro resoluciones críticas con las acciones israelíes con los palestinos de Gaza y Cisjordania, a la que se añade otra que saca los colores a Israel por su forma de actuar en los Altos del Golán (aunque en este caso hubo también trece abstenciones añadidas al voto en contra de Washington). Tanto unos como otros saben sobradamente que dichas resoluciones no llevan aparejada consecuencia alguna para la potencia ocupante. Seguramente por esa razón Israel ha sido el primer país que rechazó (en enero de 2012) asistir a la sesión del Consejo en la que se revisaba su situación en clave de derechos humanos y poco después (en marzo de ese mismo año) decidió romper toda relación con el Consejo por su declaración crítica sobre la significación de los ilegales asentamientos en Cisjordania. Tan solo ahora, en diciembre pasado, Israel se ha unido al grupo europeo del Consejo, aunque eso no quiere decir que se vaya a convertir en miembro del mismo.
Tampoco hay nada distinto en las peticiones palestinas para seguir adelante con el diálogo: congelación de construcción y ampliación de los asentamientos, liberación de más prisioneros, cese del bloqueo de Gaza, permiso para realizar proyectos de desarrollo de infraestructuras en la zona C de Cisjordania y cese de incursiones militares en Zona A. Tan repetido como ese tipo de demandas es la desconsideración de Israel, que sigue empeñado en una estrategia de hechos consumados que busca como objetivo final el dominio efectivo de toda Palestina, forzando a quienes no acepten la sumisión al abandono de la región.
Lo mismo cabe decir de la presión combinada que tanto Washington como Tel Aviv ejercen sobre la parte más débil del diálogo, la Autoridad Palestina (AP), amenazando con medidas de castigo (tanto económico como político) si Abbas “se atreve a adoptar medidas unilaterales”, que es como eufemísticamente se define la posibilidad de que Palestina ejerza los derechos que le confiere su condición de Estado observador en la ONU (desde noviembre de 2012). Ese es precisamente el “atrevimiento” que ha tenido Abbas firmando la solicitud para ingresar o adherirse a 15 organismos y convenciones de Naciones Unidas, recibido como un insulto por Tel Aviv (quizás olvidando que esa medida se adopta a partir del incumplimiento previo de Israel con la liberación ya estipulada de prisioneros).
Aún así, en una muestra más de la debilidad palestina, la AP no se ha animado a volver a solicitar la admisión como Estado miembro de la ONU o ratificar el Estatuto de Roma, que le permitiría denunciar a Israel ante la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra. Y no lo hace porque es sobradamente consciente de que dar esos pasos, como refleja un reciente informe elaborado por palestinos de diferentes campos- The Day After– supondría no solo el colapso de la paupérrima economía palestina, sino el de la propia AP y una situación de inseguridad caótica con milicias armadas tomando las calles. Son, por tanto, opciones inasumibles para los palestinos.
Netanyahu, mientras tanto, de lo único que tiene que preocuparse en este punto es de evitar verse obligado a tomar decisiones que puedan poner en peligro su puesto al frente del gobierno. Sin excesivas presiones procedentes de Washington y ante la extrema impotencia palestina, es el mantenimiento de su coalición electoral lo único que le podría inquietar. Pero incluso ahí puede permitirse el lujo de aceptar futuras liberaciones de presos palestinos- aunque eso suponga la salida del partido Casa Judía (12 escaños), liderado por Naftali Bennett– porque sabe que los laboristas (con quince escaños) estarían dispuestos inmediatamente a ocupar su puesto.
Visto así, y repitiendo tantos ejemplos anteriores, lo previsible es que ambas partes terminen por seguir adelante con las negociaciones, convertidas así en un objetivo en sí mismo, aunque solo sea porque ninguna quiere verse acusada de arruinar la oportunidad de alcanzar la paz. Una paz que desgraciadamente seguirá brillando por su ausencia.