Desde hace demasiado tiempo volver la mirada hacia Palestina en cualquier momento garantiza que, en lugar de avances hacia la paz, solo se encuentra violencia e intrigas políticas. Y así ocurre desgraciadamente ahora cuando, tras dejar atrás los decepcionantes discursos de los mandatarios palestino e israelí en la Asamblea General de la ONU, la realidad cotidiana sobre el terreno refleja la imposibilidad de salirse de un guion de muerte que se autoalimenta incesantemente y de maniobras de algunos dirigentes políticos para mantenerse en el poder a toda costa.
En lo que respecta a la violencia, la cuenta no solo sigue aumentando sin cesar sino que a cada nuevo trágico suceso violento le siguen inevitablemente las mismas respuestas violentas, sin que nadie parezca entender que su uso debilita la defensa de los intereses propios y que, además, no hay victoria militar a la vista para ninguno de los actores armados. También se ha convertido ya en un lugar común volver a plantear, en cada ocasión en la que hablan las armas, si entramos o no en una tercera Intifada palestina. Dando por hecho, equivocadamente, que Israel solo se limita a responder a la violencia palestina –cuando lo que hace es aprovechar su superioridad militar y el aval que le presta Estados Unidos, ante el silencio cómplice de los demás, para desarrollar una estrategia de hechos consumados que imposibilitan por todos los medios la existencia de una Palestina soberana-, parecería que solo cabe preguntarse si ya se ha vuelto a agotar la paciencia de la población ocupada y sus dirigentes.
A estas alturas, aunque simbólicamente quepa considerarlo como positivo, que se haya izado la bandera palestina en la ONU no puede compensar en modo alguno la diaria violación del derecho internacional y de los derechos de la población palestina ocupada. Eso, hay que remarcarlo una vez más, no justifica la violencia (aunque tampoco se puede olvidar que el derecho internacional reconoce la resistencia armada contra el ocupante), pero la explica sobradamente. Dicho de otro modo, la acumulación de malestar social, subdesarrollo económico, frustración política y violación impune de los derechos más básicos son el caldo de cultivo perfecto para que la violencia sea tomada por quienes nada esperan ya de sus gobernantes, de sus ocupantes y de la comunidad internacional como la única opción a la vista. Se equivocan los palestinos –como también lo hace un gobierno israelí que, actuando de ese modo, no solo incumple su mandato como ocupante, sino que deja de defender los intereses a largo plazo de su propio pueblo-, pero es difícil convencerlos de su error tras seis guerras, dos Intifadas, más de setenta planes de paz fracasados y decenas de resoluciones sin efecto alguno.
Así, los más de 30 muertes violentos y 3.500 detenidos palestinos registrados en lo que va de año, junto a declaraciones como las del primer ministro israelí (“no hay límite en las actividades de las fuerzas de seguridad”), ceban la espiral violenta, para mayor satisfacción de los enemigos de la paz en ambos bandos y ante la inoperancia de unos gobernantes palestinos ya amortizados políticamente. En esas condiciones, suena un tanto chocante que Benjamin Netanyahu haya vuelto a proponer en la ONU el inicio de negociaciones bilaterales “sin condiciones previas”.
Salvo que una declaración de ese tipo tenga en realidad una interpretación política en clave interna. Tras las vacaciones religiosas, la apertura de la nueva sesión parlamentaria parecía estar centrada en los preparativos del gobierno para sacar adelante los presupuestos del próximo año. Ese proceso, en un gabinete escasamente integrado, ha provocado movimientos que pueden haber convencido a Netanyahu de la necesidad de cambiar de socios. En concreto, mientras va quedando de manifiesto su acercamiento al laborista Isaac Herzog, crecientemente interesado en que Unión Sionista pase a formar parte de la coalición gubernamental, se le hace cada vez más difícil convivir con los compañeros de viaje del partido nacionalista religioso Casa Judia, con Naftali Bennett al frente.
Llegados a este punto, no sería nada sorprendente que Netanyahu se anime a realizar algún gesto –paralización momentánea de construcción de asentamientos, reiteración de la idea de dos Estados, inicio de dialogo con una debilitada Autoridad Palestina…-, que lleve a un Bennett contrario a todo ello a decidir su salida de la coalición de gobierno (y su inmediata sustitución por Herzog y los suyos). O, lo que es lo mismo, saldría del gobierno un partido con ochos escaños en la Knesset y entraría otro (en realidad son dos, dado que Unión Sionista integra a los laboristas y a Hatnuah, con Tzipi Livni al frente). Un gesto, en todo caso, que iría acompañado del mantenimiento de medidas de fuerza contra los palestinos porque cabe recordar que Netanyahu se ha ganado el nombre de “Mr. Security”, precisamente por su afán de presentarse como el único que puede garantizar (¿?) la paz a sus conciudadanos. Y como consecuencia de un perfil que él mismo ha fomentado, cada acto violento que golpee a los israelíes, una vez que su apuesta contra Irán no parece haber resultado muy satisfactoria, daña directamente su imagen. Visto así, ¿a quién puede interesarle apostar realmente por la paz?