Tanto las presidenciales de Argentina y Guatemala como las legislativas de Polonia, las regionales de Colombia y las de Omán para el insustancial Consejo Consultivo, han recibido más atención mediática que las elecciones locales celebradas el mismo día 25 en Ucrania. Y, sin restar importancia alguna a esos otros procesos, lo ocurrido en Ucrania cobra especial relevancia simplemente al considerar que, desde abril del pasado año, allí ha habido más de 8.000 muertes violentas. No solo se trata de la tercera convocatoria electoral desde la caída de Viktor Yanukovich (febrero de 2014), sino que con estos comicios se ha escenificado el primer pulso político entre el presidente Petro Poroshenko y los líderes de la rebelde región del Donbas.
A pesar de su carácter local, lo que estaba en juego es el alcance del proceso de descentralización del poder. A través de un complejo sistema, combinando un enfoque mayoritario con otro proporcional, han sido 132 partidos los que han competido (además de los independientes) para hacerse con unos consejos locales y de distrito que concentrarán mucho más poder del que nunca han tenido. Esto responde no solo al interés de una población que desea contar con gobernantes menos corruptos y más sensibles a sus demandas, sino también a la pretensión rusa (y a la de sus aliados locales en Donetsk y en Lugansk) de asegurarse una voz lo suficientemente fuerte para evitar que Kiev pueda definitivamente escapar a su influencia. Eso ha forzado a Poroshenko a poner en marcha un proceso que puede debilitarlo aún más, dando alas a los rebeldes prorrusos y creando nuevos enemigos internos (el Partido Radical ya le ha retirado el apoyo de sus 21 diputados, aunque aún mantiene una cómoda mayoría de 281 escaños de un total de 450, y los nacionalistas y la ultraderecha insisten en su idea de que la descentralización es un “caballo de Troya” que terminará por desintegrar a Ucrania).
Aunque la calma ha sido la nota dominante en la jornada electoral, no cabe olvidar que el país sigue sumido en una delicadísima situación socioeconómica, política y de seguridad. Así, aparte de los más de 900.000 desplazados forzosos y los más de 600.000 refugiados contabilizados hasta ahora, los casi 43 millones de ucranios siguen sufriendo el deterioro de una economía altamente endeudada, mientras están sometidos a serios y dañinos ajustes. Con una inflación prevista del 18% a finales de año, una deuda externa que ya supera el 90% del PIB y una capacidad industrial (concentrada precisamente en las provincias rebeldes del este) demediada como consecuencia de la violencia y la fragmentación del país, Kiev carece de medios para salir del grave atolladero al que lo han llevado un altísimo nivel de corrupción, la inoperancia de sus gobernantes y la injerencia de potencias extranjeras.
En el terreno político el desgaste es claramente apreciable tanto para el primer ministro, Arseniy Yatsenyuk (un 59% desaprueba su gestión), como para el presidente Poroshenko (38%). Es cierto que han logrado desbloquear las negociaciones con el FMI (y comenzar a recibir las primera aportaciones de ayuda, en torno a los 1.700 millones de dólares, de un total de 17.500 comprometidos el pasado marzo) y con Rusia (tras el pago a Gazprom de unos 3.000 millones de dólares de deuda acumulada, lo que permite reanudar el suministro). Pero ni así han aclarado el sombrío panorama presupuestario, derivado de una debilidad estructural que va mucho más allá de los 40.000 millones ofrecidos para los próximos cuatro años por diferentes instancias (que solo sirven, por tanto, para evitar la bancarrota); mientras la adopción de reformas impopulares, sin que simultáneamente haya una apreciable reducción del altísimo nivel de corrupción, incrementa peligrosamente el descontento ciudadano. Además, tampoco se han distinguido precisamente en la gestión del conflicto, al no haber logrado ni cumplir sus planes de reclutamiento, ni los apoyos externos necesarios (de EEUU y la UE) para reforzar sus capacidades en el frente de batalla.
Eso implica que, sobre el terreno, las cosas no están mucho mejor. El hecho es que las fuerzas leales a Kiev no han logrado ni restablecer el control efectivo del Donbas ni, mucho menos, recuperar una Crimea que se da prácticamente por pérdida. Una de las derivas colaterales de ese contencioso es que allí, junto a unas 120 localidades del Donbas, tampoco ha sido posible celebrar las elecciones (desarrolladas ya el pasado 14 de septiembre por iniciativa de las nuevas autoridades prorrusas). Más recientemente aún, Moscú ha decretado la suspensión de todos los enlaces aéreos de sus compañías con Ucrania, como respuesta a las sanciones establecidas por Kiev a 25 compañías rusas que utilizaban su espacio aéreo en sus conexiones con Crimea.
El hecho de que, desde principios de septiembre, haya mejorado el nivel de cumplimiento del cese de hostilidades que se acordó inicialmente para la primera semana y que los líderes rebeldes hayan decidido finalmente retrasar la celebración de comicios locales hasta el 21 de febrero (como pedía Kiev), no responde tanto a un cansancio de la maquinaria militar o a que Poroshenko haya logrado finalmente imponer su dictado, como a la decisión rusa de atemperar a sus socios locales con vistas a lograr a final de año un alivio de las sanciones que pesan sobre él.
Si, a pesar de todo ello, las elecciones (cuyos resultados no se conocerán hasta el 4 de noviembre) han pasado prácticamente desapercibidas quizás haya que achacarlo a que ya se asume que Ucrania se ha convertido en un conflicto congelado. Y es que, efectivamente, vamos hacia el invierno.