No es la guerra, pero tampoco es desde luego un simple juego de apariencias. En realidad, los ejercicios Trident Juncture 2018 (TRJE18) que la OTAN inició el pasado 25 de octubre son un paso más en una dinámica de tensión que se viene alimentando desde hace tiempo. Y al igual que no es posible determinar si fue primero el huevo o la gallina, tampoco se puede precisar si empezó primero la Alianza Atlántica o fue Rusia quien activó la espoleta. Preguntados al respecto, y como siempre ocurre en estas ocasiones, ambos procuraran definir su actividad como una respuesta a una previa acción inamistosa del contrario, parapetándose en un discurso aparentemente defensivo y reactivo que, en cualquier caso, solo sirve para acelerar la escalada hasta aproximarse peligrosamente, como ya ha ocurrido en diversos momentos, a un punto de no retorno en el que ambos pueden acabar viéndose impelidos inevitablemente hacia un abismo al que nos arrastrarían a todos.
Así, Moscú suele argumentar que lo que hace deriva del incumplimiento de la OTAN de un acuerdo (nunca suscrito formalmente) por el que se comprometía a no situar fuerzas y armas permanentes más allá del antiguo “telón de acero”, y de ahí que hoy perciba la integración de buena parte de sus antiguos satélites en la Alianza como una amenaza directa a su seguridad. Por su parte, y echando mano de sucesos más recientes, la OTAN toma como referencia la anexión rusa de Crimea y la injerencia directa en el conflicto ucranio en 2014 para defender su necesidad de aumentar los despliegues en el este europeo, rotar unidades, situar allí escudos antimisiles y, si se cumple lo anunciado por Trump, retirarse del Tratado INF.
En definitiva, llevados de un impulso común, ambos actores recurren a las maniobras militares como una manera bien visible de disuadir a cualquier potencial adversario de que se atreva a poner a prueba su voluntad de defender sus intereses a toda costa. Esta actividad no solo busca comprobar el grado de operatividad de sus respectivas fuerzas armadas para cumplir las tareas que puedan encomendárseles en escenarios bélicos cada vez más complejos, sino que también envían mensajes apenas disimulados. Así, por ejemplo, con los ejercicios Vostok18 –en los que junto a unos 300.000 efectivos rusos participaron varios miles de militares chinos desplegados durante el mes de septiembre en diversas regiones orientales de Rusia– Moscú pretendía mostrar a Washington que está preparado para el desafío, sea cual sea el nivel elegido por Estados Unidos, y que hasta puede encontrar en Pekín un aliado interesado en retar su actual hegemonía.
Por su parte, también el TRJE18 va más allá del interés técnico por mejorar la coordinación de los contingentes de los 31 países participantes. Además de señalar que se trata de las maniobras más importantes desde el final de la Guerra Fría –superando en volumen de medios activados a las realizadas en 2015 en territorio español y portugués– resulta significativo que a los 29 miembros de la Alianza se hayan sumado Suecia y Finlandia, dos países neutrales muy influidos por la cercanía de Rusia e inmersos en un debate que hace cada vez más probable su incorporación al bloque militar occidental. Por otro lado, complementando la apuesta por los países bálticos, se vuelve a poner el foco en el flanco norte, con Noruega como país anfitrión (tras haber provocado el enfado ruso por permitir este pasado verano que Washington haya duplicado el contingente de marines ubicados en su territorio hasta un total de 700) y con el eje Groenlandia-Islandia-Gran Bretaña recobrando la importancia que ya tuvo en la época de la confrontación bipolar para tratar de evitar la salida de la armada rusa a las aguas atlánticas. Para ello, y hasta el próximo día 7 de noviembre, la OTAN ha movilizado unos 50.000 efectivos, 250 aviones, 65 buques (incluyendo el portaviones USS Harry S. Truman y su grupo de combate; algo nunca visto en estas aguas desde 1987) y más de 10.000 vehículos de todo tipo, con Alemania aportando el contingente más voluminoso.
No puede caber duda de que Moscú también responderá a lo que considera una afrenta a su seguridad. De hecho, ya en estos primeros días de actividad se han registrado hechos nada casuales como el sobrevuelo a baja altura del destructor estadounidense USS Mount Whitney por parte de un avión de patrulla marítima Tupolev TU-142 (obviamente en aguas internacionales) y una NOTAM (Notice for Airmen), anunciando que entre el 1 y el 3 de noviembre Rusia se reserva el derecho de realizar lanzamientos de misiles en aguas internacionales del mar de Noruega. En resumen, un juego de nervios al que tanto Washington como Moscú están ya sumamente acostumbrados.
Mientras solo cabe esperar que la experiencia acumulada evite males mayores de momento, quedan en el aire cuestiones para el debate, como la utilidad real de este tipo de maniobras militares para rebajar una tensión que a ambas partes debería interesarle de inmediato. Más peliagudo aún es determinar hasta dónde puede llegar la voluntad de Moscú por seguir tensando la cuerda, tras haber comprobado que la anexión de Crimea es hoy un hecho consumado que no ha tenido respuesta efectiva alguna por parte de la Alianza. Dada la pasividad occidental, ¿se atreverá en algún momento a hacer lo mismo con un país miembro?