Si por algo será recordado el septuagésimo aniversario de la ONU es por la adopción el pasado día 25 de la llamada Agenda del Desarrollo 2030 (“Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para un mundo sostenible”, Resolución A/70/L.1). Es, sin duda, un paso relevante para hacer frente a los desafíos que afectan globalmente al planeta y a los más de 7.200 millones de personas que lo habitamos. Tras los solo parcialmente cumplidos Objetivos de Desarrollo del Milenio, es importante que se haya podido establecer un compromiso global para atender a cuestiones tan perentorias como el cambio climático, la pobreza extrema, la educación y el resto de sus 17 metas y 169 objetivos.
Nadie ha querido quedarse al margen a la hora de expresar su apoyo desde la tribuna onusiana. Pero la experiencia nos inclina a pensar que los variopintos discursos escuchados no responden tanto a una verdadera voluntad por asumir la carga que supone la citada Agenda, como al simple hecho de que no implican ningún tipo de obligación jurídica o contractual. Son, como en tantos otros eventos políticos internacionales (convertidos de manera cada vez más notoria en puros espectáculos mediáticos), mera palabrería para consumo inmediato.
Lo que revela el trasiego de personalidades que pasan estos días por Nueva York va mucho más allá de señalar la contradicción de un Papa que, en su defensa del medio ambiente, también ha contribuido al cambio climático en su periplo cubano-estadounidense (¿acaso tendría que haber viajado a remo para hacer oír su voz al otro lado del Atlántico?). Lo realmente significativo es volver a constatar que sin una instancia que pueda vigilar efectivamente el compromiso adquirido, todo puede quedar en agua de borrajas.
Y eso nos vuelve a llevar directamente a la ONU. Recordemos que fue creada en 1945, sobre todo, para evitar el flagelo de la guerra a las generaciones futuras. Tras superar los efectos de la confrontación bipolar de la Guerra Fría, que bloqueó durante décadas muchas de sus potencialidades para convertirse en un efectivo policía mundial, la última década del pasado siglo arrancó con un notable optimismo sobre futuro. Su multilateralidad (hoy son ya 193 los Estados miembros) y su multidimensionalidad (aunando capacidades en los campos del desarrollo social y económico, la seguridad, la cooperación al desarrollo, la diplomacia y la seguridad) la hacían idónea para promover respuestas globales a problemas globales.
Con esa idea, y aprovechando la oleada de multilateralismo de la primera mitad de la década, se impulsó un ejercicio que pretendía aprovechar su quincuagésimo aniversario (1995) para realizar una profunda reforma de la institución, que debía afectar tanto a la composición de algunos de sus órganos como a los procesos de toma de decisiones. La imposibilidad de concretar la generalizada opinión sobre la necesidad de “poner el reloj en hora” –finalmente prevaleció la defensa de los intereses nacionales al viejo estilo– no frenó el esfuerzo, derivado de la más pura necesidad de contar con un efectivo representante de la comunidad internacional. De ahí que en 2005 se volviera a intentar, contando con el informe del entonces Secretario General, Kofi Annan (“Un concepto más amplio de libertad: desarrollo, seguridad y derechos humanos para todos”), en el que se identifican los tres pilares fundamentales de un nuevo orden internacional.
Para hacerlo efectivo era necesario dotar al Consejo Económico y Social de capacidad ejecutiva (equivalente a la del Consejo de Seguridad), modificar la composición y funcionamiento del Consejo de Seguridad (con la entrada de nuevos países y la modificación del denostado derecho de veto) y, no menos ineludible, sustituir a la Comisión de Derechos Humanos por un verdadero Consejo (en línea con la idea de Annan de que no puede haber desarrollo ni seguridad si no hay pleno respeto de los derechos humanos).
Lo alarmante, visto diez años después, no es solo que aquellas pretensiones se quedaran en nada (exceptuando la conversión de la Comisión en Consejo de Derechos Humanos). La ONU ha vuelto a una patente marginalidad, sujeta al arbitrio de sus miembros más potentes (anclados en una postura unilateralista apenas disimulada), que se limita a avalar un uso selectivo del derecho internacional y a paliar puntualmente los dramas humanitarios derivados de la inacción política. Lo más temible es que hoy, cuando más necesitamos su liderazgo, la reforma de la ONU ni siquiera está en la agenda. Y sin ella no solamente los más poderosos podrán seguir campando a sus anchas en defensa pueblerina de sus intereses particulares, sino que careceremos del más potente organismo posible, capaz de evitar la guerra, de hacer efectivos los Objetivos de Desarrollo Sostenible y de exigir que quienes los han firmado cumplan lo prometido. Nos queda, y eso es muy positivo, una sociedad civil organizada cada vez más sensibilizada y movilizada; pero, ¿es eso suficiente?