Una lectura recomendable para entender la naturaleza cambiante del poder en el escenario internacional es Post Western World , (Polity, 2016), publicado en portugués e inglés, y que acaba de ser traducido al chino, lo que da idea del interés despertado por una obra que combina la historia, el ensayo y los datos de actualidad. Su autor es Oliver Stuenkel, un profesor de Relaciones Internacionales en la Fundación Getulio Vargas, en São Paulo.
Hace pocos años, cuando la crisis financiera golpeaba con fuerza a Europa y a EEUU, algunos analistas se atrevieron a especular sobre si el orden internacional occidental iba a ser sustituido por otro post-occidental, resultado de la aparición de nuevos centros de poder que desafían unas estructuras lideradas aún por los norteamericanos. Hoy, en cambio, existen analistas occidentales que pretenden autoconvencerse, de que la presencia de los países emergentes en los asuntos mundiales, puesta de relieve en la primera década de este siglo, tiende a reducirse. Esta apreciación no deja de ser un espejismo. El crecimiento económico podrá ser más lento, pero la llegada de una clase media y la configuración de grandes afluencias urbanas son un ejemplo de la celeridad de los acontecimientos y estos no apuntan a un mundo de bloques políticos cerrados. En el futuro pueden coexistir perfectamente el mundo occidental y el mundo post-occidental.
Oliver Stuenkel no afirma que un orden que vaya a ser reemplazado por otro: la civilización occidental no va a dejar paso a otra no occidental, que, según algunos, sería una manifestación de lo que Marx llamaba despotismo oriental, pues el filósofo alemán valoraba la civilización de Occidente como instrumento de eliminación de unas culturas consideradas arcaicas. El libro nos recuerda que hubo otras épocas anteriores a la era de los descubrimientos en que Occidente no fue el centro del mundo, y que China e India tenían un mayor peso demográfico y económico en el conjunto del planeta. ¿Por qué en el caso de China, una estructura política más centralizada que India, no hubo un paso adelante para ir más allá de sus fronteras asiáticas? En mi opinión, aquella civilización vivía prisionera de su propio ensimismamiento y se conformaba con tener una constelación a su alrededor de Estados súbditos asiáticos. No le interesaba establecer relaciones de comercio o de cooperación con los occidentales. Es sabido que el emperador Qianlong recibió con frialdad a la embajada británica, encabezada por Lord George Macartney, que llegó a su país en 1793, probablemente porque aquel soberano seguía creyendo que China seguía siendo el centro del mundo.
Con todo, Stuenkel señala una percepción occidental de los países emergentes que va acompañada por la presuncia de que su ascenso irá acompañado de un caos en la escena internacional y que el orden liberal será cuestionado con el consiguiente ocaso de la pax americana. Los BRICS –acrónimo acuñado primero como BRICs en 2001 por el entonces presidente de Goldman Sachs Jim O’Neill, al que luego se incorpora Sudáfrica en 2010– dan a algunos un poco de miedo. Las iniciativas y las reuniones de los líderes políticos de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica son contempladas incluso como un factor de desestabilización internacional y como un foro que sirve para cobijar a los autócratas enfrentados a Occidente, si bien no es menos cierto que en este club existen tres sistemas democráticos: Brasil, India y Sudáfrica. En este sentido, Stuenkel ha estudiado en profundidad la cooperación entre estos tres países, que se ha desarrollado en paralelo a la cooperación con los otros dos regímenes, pero no por ello ha llegado a la conclusión, defendida por algunos analistas norteamericanos, de que las potencias emergentes democráticas deberían alinearse con las occidentales –lo que difícilmente sucederá porque las relaciones internacionales no responden la mayoría de las veces a un cierto idealismo kantiano, que está en los fundamentos de las organizaciones internacionales desde hace un siglo–, sino a una descarnada convergencia de intereses. De hecho, una China democrática no dejaría de rivalizar con los norteamericanos en Asia. El autor no percibe esto como una contradicción, aunque sí resalta el contraste de los principios del internacionalismo liberal con los intereses concretos de las grandes potencias, empezando por EEUU.
Recuerda Stuenkel, siguiendo a Moisés Naím, que la naturaleza del poder en el siglo XXI es más volátil que nunca. Es cierto que el mundo está asumiendo una estructura multipolar, dejando atrás la unipolaridad de la inmediata post-Guerra Fría, aunque no se podría afirmar con seriedad que una multipolaridad encabezada por China vaya a sustituir a otra liderada por EEUU. Ni siquiera eso va a suceder cuando China supere dentro de unos años el PIB estadounidense, pues la hegemonía militar mundial seguirá siendo ostentada por los norteamericanos y los chinos tienen por delante un largo camino para superar esos niveles. Por otra parte, Stuenkel no está de acuerdo con esos análisis un tanto alarmistas, procedentes de fuentes norteamericanas, que conciben el mundo como un escenario de conflicto entre “the West and the Rest” . Eso es tanto como imaginar una competición en la que China parece aspirar a destruir el mundo occidental, cuando en realidad los intereses económicos chinos apuntan a lo contrario. No estamos ante una competición ideológica como en tiempos de la Guerra Fría. El modelo chino no es ideológico, ni mucho menos universalista, sino claramente mercantilista. La rivalidad con Occidente es de otro tipo: la que procede de la existencia de un club en el que los occidentales se muestran reticentes a admitir a los recién llegados.
¿Cuál ha sido la respuesta de China, el país de mayor protagonismo en el libro de Stuenkel, a los intentos occidentales de marginación? El establecimiento de instituciones, paralelas a las occidentales. No pretenden reemplazarlas, pero sirven para demostrar las aspiraciones de poder e influencia chinas en su región e incluso más allá. El orden paralelo chino abarca las finanzas, el comercio, las inversiones, la seguridad, la diplomacia y las infraestructuras. El ejemplo más conocido fue la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (AIIB, por sus siglas en inglés) en 2013 y pese a las presiones de Washington, los vecinos del coloso chino se apresuraron a adherirse a la iniciativa. Los hechos dan la razón a Lee Kuan Yew, el veterano primer ministro de Singapur, cuando afirmaba que no era posible pretender que China fuera un actor más en la política mundial. Por el contrario, es el mayor actor de la historia. En consecuencia, una postura realista es considerar que el mundo del siglo XXI, el de la bipolaridad asimétrica entre EEUU y China, se caracterizará a la vez por la cooperación y la competitividad. Para Stuenkel esa bipolaridad no es una mala noticia porque no cree que la unipolaridad sea más benigna. De hecho, en Occidente hay quien se siente aliviado por el hecho de que el hegemón tenga un sistema democrático y que sería mucho peor que no lo tuviera. Sin embargo, Stuenkel asegura que un hegemón único no contribuye necesariamente a la estabilidad internacional. En cambio, la multipolaridad desembocaría, en opinión del autor, en una mayor cooperación entre los Estados.
Cabría reflexionar, sin embargo, sobre la imagen que los BRICS dan al resto del mundo. Tiene razón Stuenkel al afirmar que la falta de libertad de prensa reduce la influencia de cualquier país en el escenario global, pues afecta a su poder blando (soft power). A la larga el autoritarismo nunca funcionará como un factor de atracción.