La preocupación sobre las armas químicas en Siria ha existido desde el inicio de un conflicto que entra ya en su tercer año: un miedo asentado principalmente en el hecho de que el caos o incluso una posible desintegración del país dejaran desprotegidos los arsenales de armas químicas y no convencionales, que podrían caer en manos de radicales. Pero es ahora cuando suena con más fuerza su posible uso y, como consecuencia, el traspaso de la “línea roja” marcada por Barack Obama.
Se sabe que Siria posee el mayor programa de armas químicas en activo y el cuarto arsenal más grande del mundo. Empezó a desarrollar estas armas en los años 70 como elemento de disuasión frente a Israel, teniendo cuatro centros de producción –Alepo, Homs, Hama y Latakia– y entre 12 y 25 centros de almacenaje distribuidos por todo el país. Siria posee gas mostaza, gas sarín, gas nervioso VX y el gas cianuro.
La retórica sobre la “línea roja” no saltó a la luz hasta finales de agosto de 2012. El mes anterior el gobierno de Al-Assad había admitido poseer armas químicas y barajar la posibilidad de utilizarlas ante una “agresión externa”, pero jamás contra el pueblo sirio. Poco después, varias fuentes empezaron a advertir sobre posibles movimientos del arsenal sirio –algunos dirigidos hacia la frontera– mientras crecía el temor en Israel de que Hezbolá se hiciera con este tipo de armas.
La Casa Blanca se dirigió entonces a Rusia que, a su vez, utilizó a Irán para enviar un contundente mensaje a Damasco: mantén ese armamento a salvo. Poco después, en una rueda de prensa, le preguntaron al presidente precisamente sobre el buen recaudo de esas armas, a lo que Obama respondió que no podían permitir una situación en la que las armas químicas y biológicas cayeran en manos de las personas equivocadas. “Hemos sido muy claros con el régimen de Al Asad, pero también con otros actores en la región, que para nosotros el que comencemos a ver un montón de armas químicas desplazándose o siendo utilizadas significaría cruzar una línea roja. Eso cambiaría mis cálculos. Eso cambiaría mi ecuación”. Esta evocativa frase –más improvisada que fruto de la reflexión– hizo que más de uno de sus asesores se echara las manos a la cabeza. La “línea roja” no entraba en el guión. Lo que hasta entonces había intentado la Casa Blanca era asegurar la protección y vigilancia de las armas químicas pero nunca comprometer a Washington con ninguna acción determinada, como se podía interpretar de las palabras de Obama.
La advertencia, además, fue inusualmente directa porque Siria había sido hasta entonces una cuestión incómoda para el presidente, que incluso la evitaba en sus apariciones públicas. En más de una ocasión dijo que “Siria no es Libia”, mientras que el entonces secretario de Defensa, Leon Panetta, había afirmado que una zona de exclusión aérea era una vaga “visión de futuro”. Pero era el final de agosto y se iniciaba la precampaña electoral. Obama debía dar la vuelta al argumento de que había dejado de lado los asuntos del mundo, debilitando el liderazgo y la posición de EEUU. También debía mandar un firme mensaje a Israel de que podía contar con él después de varios desencuentros, algunos sobre otra “línea roja”, la de Irán y su programa nuclear. Todo ello pesó de alguna manera en su comentario.
Hubo quien quiso ver en las palabras de Obama la proximidad de una intervención militar occidental; otros lo interpretaron como una manera de decir a los sirios que podían seguir saliéndose con la suya con cualquier cosa menos con armas químicas; y muchos líderes occidentales le secundaron, como François Hollande, que fue aún más explícito al considerar que el uso de armas químicas supondría “una causa legítima de intervención directa” en Siria. Pero las aguas volvieron a su cauce. Siria había dado garantías a Rusia de que no utilizaría armas químicas en la lucha contra los insurgentes sirios y que protegería los arsenales.
En diciembre de 2012 de nuevo volvieron a sonar las alarmas. Esta vez las informaciones no eran sobre el buen recaudo de los arsenales –que según Moscú seguían bajo control– sino sobre la posibilidad de que el régimen de Al-Assad emplease armas químicas contra su pueblo o países limítrofes por encontrarse cada día más acorralado. Además de algunos informes de los servicios de inteligencia norteamericanos, que advertían sobre cajas de sarín cargadas en aviones, el comienzo de la utilización de los misiles Scud era significativo: por una lado era una señal de la posible desesperación del régimen que sufría esos días una gran presión sobre Damasco, dando lugar a una escalada en el conflicto; por otro lado, estaba el temor de que utilizara los Scud con agentes químicos, un proyecto en el que se sabe que el régimen de los Assad trabajó con Corea del Norte aunque con resultados desconocidos.
El presidente de EEUU volvió a advertir a Siria que cualquier despliegue de agentes químicos sería catastrófico: “El uso de armas químicas es y será totalmente inaceptable. Si se comete el trágico error de usar estas armas, habrá consecuencias y se les hará responsables de ellas”. Una preocupación que, como era de esperar, volvió a repetir en marzo 2013 en su primer viaje oficial como presidente de EEUU a Israel. Obama se mostró preocupado porque Siria se convirtiera un “enclave del extremismo” y advirtió que el uso de armas químicas “cambiaría el juego” (a gamechanger).
Desde entonces, se han sucedido los informes de distintos servicios de inteligencia –franceses, británicos e israelíes, y posteriormente los norteamericanos– y otras fuentes independientes que confirman su uso. A lo que se han añadido las acusaciones mutuas entre el gobierno y la oposición siria de haber empleado armas químicas, lo que pone en duda las aseveraciones de Damasco de que los arsenales estaban a buen recaudo.
La simple admisión de la Casa Blanca, en una carta enviada a varios miembros del Congreso el 25 de abril, sobre el uso de las armas químicas en Siria ha puesto una enorme presión a Obama para que tome cartas en el asunto. Y, por supuesto, ha situado al presidente en el aprieto de reinterpretar esa enigmática “línea roja” y esos “cálculos” que forman parte de una “ecuación” que nadie conoce.
Ahora Washington se escuda en tres condiciones que se deben cumplir: que haya evidencias contundentes, que se hayan utilizado en cantidad significativa y que su uso haya sido deliberado. No hay dudas sobre su utilización, pero a pequeña escala y, por tanto, de su uso táctico que no estratégico. Donde hay más incógnitas es en la utilización deliberada, pues no se sabe cómo se ha llevado a cabo y quién lo ha llevado a cabo, recayendo todas las dudas sobre la “cadena de custodia”.
Lo más razonable es pensar que hayan sido las fuerzas gubernamentales, pero luego se abre un abanico de posibilidades. Por un lado que la orden haya partido de Al-Assad para poner a prueba la reacción o los límites de la comunidad internacional antes de decidir o no ir un poco más allá. No es la primera vez que lo hace y se ha visto en cada paso del conflicto, en el que ha ido incrementando la violencia poco a poco. También existe la posibilidad de que haya sido una orden de mandos locales con el desconocimiento de Damasco, poniendo en evidencia la pérdida de control gubernamental. Por otro lado, tampoco se descarta el posible uso por parte de la oposición para “obligar” a EEUU a involucrarse en el conflicto. Esta es una posibilidad delicada –donde las palabras de Carla Ponte están fuera de lugar– porque significaría dar a Irán, Hezbolá y Rusia una fuerte coherencia estratégica en su posición ante el conflicto, y debilitar la de aquellos que han trabajado con la oposición: ¿de qué ha servido la inversión en tiempo, dinero y ayuda?
La ambigüedad para unos o prudencia para otros, no ha evitado una lluvia de críticas –dentro y fuera de EEUU– contra Obama por poner en tela de juicio la credibilidad de EEUU con su juego de palabras. Ahora da la impresión de querer reinterpretar la “línea roja” de la forma más laxa posible, incluso casi renunciando a ella. En una rueda de prensa el 30 de abril, además, dejó claro que no es un asunto exclusivo de EEUU sino de la comunidad internacional, precisamente aquella que ahora le pide que ejerza un mayor liderazgo en el asunto y en la región.
No es un secreto que la capacidad norteamericana de influir en la zona ha caído de forma dramática. Y tampoco que países como Arabia Saudí, Qatar, Turquía, Jordania, el Reino Unido, Francia e Israel hayan intervenido, de alguna forma, sin EEUU. ¿Qué se espera entonces de Washington, qué liderazgo debe ejercer? Obama tiene razón al afirmar que un “cambio de juego” involucra a muchos más países, y también que sin “evidencias sólidas y efectivas” sobre el uso de las armas químicas sería imposible movilizar a la comunidad internacional. El problema es que los informes de inteligencia nunca serán suficientes, y siempre habrá un margen para la incertidumbre. ¿Qué escala es aceptable en el uso de las armas químicas? ¿La escala se refiere a la intensidad o frecuencia? ¿Cuál es la cantidad necesaria para rebasar la “línea roja”?
El presidente ha fracasado a la hora de adaptar sus palabras y su retórica a las nuevas circunstancias. La gran pregunta es: ¿qué hacer ahora? Sobre todo para un presidente –y un país– sin ningún apetito por una intervención militar en Oriente Medio, y más cuando crecen los temores de que lo que venga después de Al-Assad puede ser incluso peor de lo que hay ahora. La cuestión de Bengasi, que estos días vuelve a la luz en el Congreso norteamericano, paradójicamente puede ayudar al gobierno en relación a Siria, porque muestra que la intervención en Libia no ha traído las consecuencias esperadas.
Descartada cualquier intervención con “botas en el terreno”, ¿es posible destruir el arsenal químico? Sólo EEUU y algún país occidental tienen capacidad para ello, pero Washington no lo contempla. En primer lugar, porque asumir cualquier otro riesgo va a ser siempre más atractivo que ir detrás de las armas químicas por las dificultades que entraña. Los depósitos –que se cree que son mixtos y por tanto aún más peligrosos– no pueden ser destruidos desde el aire porque un bombardeo implicaría una dispersión de los agentes con enorme daño ambiental y humano. En segundo lugar, porque una intervención diseñada para hacer frente a la amenaza química no es precisamente del mismo tipo de operación que puede llevar a cambio de régimen, o a un cambio del equilibrio militar actual.
¿Y establecer una zona de exclusión aérea? Hay más divisiones en esta cuestión pero tampoco parece probable, porque en algún momento implicaría dar cobertura a la oposición en sus ataques contra las fuerzas gubernamentales terrestres. Y, según Obama, eso no está dentro del interés nacional. Además, una zona de exclusión aérea no va a frenar la artillería, no va a acabar con los Scud, ni con los ataques contra los países vecinos. Continuarían muriendo sirios, se cometerían errores y la población siria se preguntaría ¿no nos estaban ayudando? Washington tiene miedo.
Las posibilidades se reducen a armar a los miembros de la oposición –los adecuados– pero esta vez con las armas correctas para neutralizar la ofensiva gubernamental. Es decir, sistemas de defensa aérea portátil –MANPADS– que lanzan desde el hombro misiles superficie-aire. Es la única posibilidad para debilitar la fuerza siria. Y en segundo lugar, barajar las posibilidades de EEUU para tumbar la defensa aérea –con unos buenos sistemas de vigilancia– y neutralizar los Scud –con la dificultad añadida de que son móviles–.
Pero donde Obama apuesta fuerte es en el ámbito diplomático, en el que ha fracasado hasta ahora, concediéndole a Rusia una posición cada vez más estelar. La decisión de Obama no será tan determinante para el curso de la crisis como lo va a ser la de Putin. A Obama se le han ido cerrando las opciones de contener el deterioro de la situación en Siria al tiempo que ha crecido el peligro de que esa guerra degenere en contra de la estabilidad de la región. Los rusos, por su parte, han sido hasta ahora “los malos”. Se les ha acusado de apoyar la violencia de Al-Assad contra su pueblo, de no querer renunciar al negocio de venta de armamento al régimen y de no querer poner en juego la única salida que tiene al mar Mediterráneo. La realidad es algo distinta: los rusos ha pensado y tomado una decisión en términos geopolíticos, a diferencia de muchos occidentales. No quieren la intervención que hubo en Libia porque aquí las consecuencias serían mucho más catastróficas. Para empezar, a diferencia de Libia –más bien en la periferia del “gran Oriente Medio” y con apenas 7 millones de personas–, en Siria hay 24 millones de habitantes que comparten frontera con Irak, Líbano, Israel y Turquía.
La vuelta al statu quo es impensable, pero el futuro se presenta cada día más desalentador. Un compromiso de EEUU y de Rusia es hoy la única salida a la que agarrarse para salir de la vorágine siria. Esperemos que la retórica de Obama sobre la “línea roja” sirva al menos para impulsarlo.