No puede decirse que la diplomacia estadounidense no lo esté intentando, pero de momento los resultados no parecen compensar el esfuerzo. En su afán por salirse del barrizal de Oriente Medio en el que George W. Bush metió a EEUU y volver a la política de equilibrio –evitando tener que implicarse directamente y en primera línea en cada uno de los conflictos existentes, forzando a los actores locales a asumir más responsabilidades y tratando de neutralizar las aspiraciones de liderazgo de algunos– Obama está encontrando crecientes problemas. Sirva de ejemplo su reunión con los líderes de los seis países del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), celebrada en Camp David los pasados días 13 y 14 de mayo.
La Casa Blanca se preocupó de que el mismo día (2 de abril) en el que se anunció el compromiso preliminar que debe desembocar en un acuerdo marco con Irán sobre su controvertido programa nuclear (con el límite del 1 de julio) se enviaran las invitaciones a los seis mandatarios del CCG (Arabia Saudí, Bahréin, Catar, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Omán) para un encuentro en la cumbre. También ha procurado revestir la iniciativa de un lenguaje solemne, calificando el vínculo que une a Washington con esos países como una “relación estratégica”. Asimismo, EEUU se ha comprometido a poner en marcha nuevas líneas de cooperación en materias como la seguridad marítima, la instrucción de fuerzas armadas de la región en operaciones especiales, el intercambio de información por parte de los respectivos servicios de inteligencia, el desarrollo de un sistema de defensa regional contra misiles balísticos, la creación de un sistema de alerta temprana y la organización de maniobras conjuntas centradas en amenazas asimétricas y en ciberdefensa. E incluso, junto al ya tradicional (y muy rentable) reforzamiento de los intereses por aumentar las transferencias de armamento y material de última generación, Washington ha proclamado su intención de crear un grupo de trabajo para facilitar el desarrollo de una fuerza árabe de respuesta rápida para atender a emergencias regionales de seguridad.
Pero ni siquiera así ha logrado evitar el desplante de unos jerarcas que, salvo en el caso de Qatar y Kuwait, han preferido ocupar su tiempo en otros pasatiempos (como el caso del monarca de Bahréin, acompañante de la reina británica en un concurso hípico que se celebró el mismo día de la cumbre convocada por Obama). Y no lo consiguió porque ninguno de esos compromisos tiene fecha de cumplimiento ni fuerza vinculante y, sobre todo, porque bajo la batuta del rey saudí, el CCG ha querido visibilizar su creciente frustración con un aliado que ya no ofrece las mismas garantías de seguridad de antaño frente a un rival tan inquietante como Irán.
Obama insiste, y cabe creerle, en que no está “pivotando” hacia Teherán en un intento por recrear el tipo que relación que en su día mantuvo EE UU con el sha Reza Palevi. Pero aunque, tras dejar de considerar al régimen de los ayatolás como un paria internacional, solo quiera ralentizar su programa nuclear e implicarlo en los esfuerzos por rebajar el alto nivel de inestabilidad que caracteriza a la región, no puede evitar que para el CCG eso sea poco menos que una alta traición. La reintegración de Irán en el escenario regional es vista como profundamente indeseable por parte de regímenes que, resumiendo, prefieren creer que sus problemas derivan de la injerencia iraní en sus asuntos internos, en lugar de pensar que se fundamentan en agravios y carencias de individuos y comunidades que se sienten marginadas y desatendidas por parte de unos gobernantes que ni satisfacen sus necesidades básicas, ni les conceden mínimos derechos políticos, ni garantizan su seguridad física.
Y así, en lugar de dedicarse a reformar sus tan discriminadores, corruptos y autoritarios sistemas prefieren acusar a otros de sus males y lanzar iniciativas, como la creación de una fuerza árabe de defensa, de muy improbable concreción a corto plazo, tanto por la diversidad de sus propios posicionamientos políticos sobre hipotéticos objetivos, como por la falta de capacidad para operar conjuntamente de unas fuerzas armadas creadas a golpe de talonario y por su extrema dependencia de apoyos externos.
Visto sí, cabe interpretar lo ocurrido en Camp David como una pataleta de quienes, malacostumbrados a contar con la incuestionable cobertura de seguridad estadounidense, siguen anclados en el pasado. Sin esperar a que se les pase, lo previsible es que Washington siga adelante con su acercamiento a un Irán muy necesitado (se estima que ha perdido 160.000 millones de ingresos desde 2012 por las sanciones que le impiden vender su petróleo y que acumula unos 500.000 millones de dólares en necesidades no atendidas) y muy necesario (tanto para mantener unido Irak, como para responder a la amenaza de Daesh y hasta para evitar que los talibán vuelvan a enseñorearse de Afganistán).