Aunque venía de antes, la idea de los bienes públicos, o comunes, globales ha cobrado una nueva vida y dimensión con la pandemia, especialmente ante las vacunas, pero también ante el nuevo impulso que ha ganado el objetivo de recuperar el medio ambiente, o lograr un sistema impositivo global y más equitativo para las grandes empresas. El concepto ha ido ganando importancia en la política internacional, de la mano de algunas agencias de las Naciones Unidas, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la OCDE y diversas ONG. En este sentido, la cumbre del G7 en Cornualles puede haber sido la de los nuevos bienes globales (con un importante input de la competencia de EEUU con China). Pero junto a esta dimensión, hay que afrontar también los males públicos, que están creciendo y que requieren también de cooperación global para combatirlos, como los ataques cibernéticos con ransomware, que paralizan servicios determinantes, privados y públicos.
Usamos el concepto de bien común o público en un sentido no jurídico, sino económico, como el que le dio la premio Nobel Elinor Ostrom. Desde esta perspectiva, los bienes públicos globales, así llamados aunque los suministren empresas privadas, responden, simplificando, a tres características: no tener rivales (non rivalrous), es decir, que su consumo por cualquiera no reduce la cantidad disponible para otros; no ser excluyentes, siendo casi imposible impedir que cualquiera lo consuma; y estar disponibles, más o menos, en todo el mundo. El aire limpio, el medio ambiente, la paz y la seguridad, incluso los derechos de propiedad y el conocimiento, se han solido clasificar como bienes públicos globales o que pueden tener también una dimensión meramente nacional. En todo caso, se sitúan en espacios comunes globales.
El número y la consciencia de estos bienes públicos globales ha aumentado en los últimos años. En nuestros tiempos necesitan de una gestión local, nacional, pero también global. Entre los nuevos, se incluyen ahora las vacunas, no sólo contra el COVID-19, cuando las nuevas técnicas de ARN-mensajero abren nuevas posibilidades para afrontar la lucha contra otros virus y enfermedades. También los impuestos, especialmente en tiempos de necesidad de recaudar para hacer frente al gasto público derivado de las medidas contra el impacto de la pandemia. El acuerdo en el G7 para una armonización fiscal del impuesto sobre sociedades de 15% como mínimo para las grandes tecnológicas, y de la recaudación en parte en el país donde se produce el servicio, no donde se sitúa la sede, es un avance en este sentido. Aunque aún le queda pasar la aprobación del G20 y la OCDE. Y por la propia UE, en la que este acuerdo puede facilitar la superación de las disputas fiscales entre países europeos, sobre todo Irlanda, e internamente, entre Comunidades Autónomas en un país como España. Hay también un pulso por las excepciones (como la que Londres quiere a los servicios financiaros), y queda por ver cómo afectará a las economías en desarrollo.
Asimismo, hemos propuesto, a raíz de lo que ha significado durante la pandemia, la idea de considerar la digitalización y la conectividad como un bien común. Desde luego lo es Internet, como quedó de manifiesto con su caída parcial y momentánea el pasado 8 de junio.
Pero a la vez, han surgido males públicos o comunes globales, que cumplen las citadas condiciones, aunque re-interpretadas, pero para los que no bastan las soluciones nacionales, sino que requieren cooperación general, o, al menos, amplia. La creciente desigualdad, generadora de inseguridad y polarización de las sociedades, podría ser uno de ellos. El terrorismo yihadista, cuyas raíces son anteriores pero que ha marcado los primeros lustros, y previsiblemente seguirá marcando los siguientes, del siglo XXI, es otro. La desinformación, también.
Aunque en realidad empezara con la revolución industrial y la urbanización, la soledad no deseada (frente a la solitud, o soledad deseada o consustancial con el ser humano) era ante todo un mal de las sociedades occidentales. Ahora es un mal general, al que no escapa casi ningún país, un mal global de este siglo como apunta Noreena Hertz en The Lonely Century: Coming Together in a World that is Coming Apart; “estamos en medio de una crisis global de soledad”, afirma.
Uno de los nuevos males son los ataques cibernéticos conocidos como ransomware, o rescate de datos o sistemas informáticos a cambio de dinero por desbloquearlos, que se están multiplicando. En los últimos tiempos, uno notable ha sido la paralización del oleoducto de Colonial Pipeline que lleva crudo del centro de EEUU al Este, y por el que tuvo que pagar cuatro millones de dólares (aunque los servicios de inteligencia dicen haber recuperado más de la mitad). La mayor cárnica del mundo, la brasileña JBS, con operaciones en diversos países, también cayó en estas garras y vio paralizado el procesamiento de carne en nueve plantas. Ya durante 2020, en plena pandemia, hubo varios de estos ataques contra servicios de salud y hospitales en EEUU y en Europa, y últimamente hasta el suministrador de material médico japonés Fujifilm ha sido un objeto de este tipo de ataque. La Agencia Europea de Ciberseguridad (ENISA) ha señalado que en 2020 hubo 304 ataques maliciosos –muchos con ransomware– contra “sectores críticos” en la UE, el doble que el año anterior. España no ha quedado ajena. En marzo de 2021, el Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS) español fue víctima de un ciberataque ransomware que obligó al Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE) a interrumpir sus servicios en 800 oficinas durante unos días.
El director del FBI estadounidense, Christopher A. Wray, ha comparado el peligro del ransomware al ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001. Sus servicios están analizando un centenar de variantes de software de este tipo, con centros de ataque que, dice, alberga Rusia (este mal global no parece afectar a todos por igual). El Departamento de Justicia estadounidense ha creado un nuevo grupo de trabajo para hacer frente a estas amenazas. Ya se habla de “pandemia cibernética”.
Son amenazas que requieren no sólo defensas sino una intensa cooperación internacional de nuevo tipo, y en parte público-privada, para afrontar estos ataques que habían ya crecido en un 150% en 2020, con un aumento de un 300% en los rescates exigidos, según Group-IB, una empresa de seguridad. Otro grupo, Sophos, situaba el coste medio de estos ataques (seguro, pago del rescate, limpieza y pérdidas de negocio) en 761.106 dólares el año pasado, habiendo subido a 1,85 millones en 2021. La detención en varios países de diversos tipos de redes delincuentes gracias a una app trampa plantada en su seno por el FBI es un ejemplo de nueva dimensión de esta lucha.
Se requieren nuevos instrumentos y métodos, y una nueva gobernanza global, para los nuevos bienes y males públicos globales. El G7 y el G20 pueden debatir e impulsar, pero no decidir.