Tras seis meses de incertidumbre, provocada por un proceso electoral salpicado de denuncias de fraude y amenazas de violencia, finalmente se ha producido en Afganistán la primera transición de poder no violenta. El acuerdo alcanzado entre el pastún Ashraf Ghani Ahmadzai –que asume la presidencia, reemplazando a un Hamid Karzai que a buen seguro seguirá haciéndose notar en la política afgana– y el pastún/tayiko Abdullah Abdullah –para el que se crea un nuevo cargo, equivalente a primer ministro– pone en marcha un gobierno de unidad nacional para el que se adivinan tiempos convulsos.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que solo se ha llegado hasta aquí, fundamentalmente, como resultado de la enorme presión ejercida por Washington para desbloquear una situación que abocaba a un nivel de inestabilidad insoportable –derivada tanto de la creciente amenaza talibán como de los previsibles choques entre los partidarios de los dos candidatos enfrentados en la segunda vuelta de las elecciones. Así lo reflejan las dos visitas de John Kerry a Kabul (y sus 27 llamadas personales a los candidatos), tratando de convencer a sus interlocutores de que, sin acuerdo, el país se enfrentaba a un colapso económico y de seguridad. Dicho de otro modo, sin acuerdo entre ambos Kabul vería desaparecer a finales de este mismo año el apoyo estadounidense (en tropas y en fondos, estimados en unos 4.000 millones de dólares anuales) y, por tanto, se quedaría sin capacidad real para garantizar la seguridad del territorio nacional frente a la ofensiva talibán.
En términos políticos, no deja de ser chocante que se haya proclamado la victoria final de Ghani sin dar a conocer los resultados definitivos. A esta sombra se añade la presencia del controvertido general uzbeko Abdul Rashid Dostum (un reconocido “señor de la guerra”) como parte del cartel electoral de Ghani y las dudas sobre la capacidad/voluntad de Abdula para impulsar la unidad entre las distintas etnias y poderes locales o, por el contrario, para alimentar las poderosas fracturas internas que han vuelto a mostrar las elecciones. En el inmediato horizonte queda, asimismo, por convocar una loya jirga nacional que debe aprobar la reforma de la Constitución (para dar cabida a la figura del primer ministro) y una nueva ley electoral, que ya debe ser aplicada en las elecciones legislativas del próximo año. Muchas tareas pendientes que pueden convertirse fácilmente en piedras que dificulten aún más el camino para hacer de Afganistán un Estado viable.
En el terreno de la seguridad, baste recordar que el propio ministro de interior, Mohamed Omar Daudzai, confirmaba recientemente que el primer semestre de este año ha sido el más violento de la última década y que en 18 de las 34 provincias afganas se registran a diario acciones violentas. Formalmente, a partir del próximo enero serán las fuerzas armadas y de seguridad afganas las encargadas de garantizar la seguridad del país. Pero resulta muy difícil aceptar que lo que no se ha logrado con el apoyo de 140.000 soldados de ISAF (en su momento de máximo despliegue) y unos 640.000 millones de dólares empleados por Washington en el periodo 2002-2013 para esa tarea se vaya a lograr ahora con unos efectivos que siguen demostrando a diario su ineficacia para superar a los violentos, apoyados tan solo por unos 12.500 soldados (de los que 9.800 serán estadounidenses). La firma del Acuerdo Bilateral de Seguridad y del Acuerdo sobre el Estatuto de Fuerzas (SOFA –rubricada el pasado día 30 por el embajador estadounidense, James B. Cunningham, el embajador de la OTAN y miembros del nuevo gobierno de Ghani– no es más que el establecimiento de una base legal para dar cobertura a las tropas extranjeras desplegadas en el país los próximos dos años. Pero no puede ocultar la falta de entusiasmo de la comunidad internacional por seguir implicada (con tropas y dinero a fondo perdido) en un escenario en el que las tropas nacionales tardarán años, en el mejor de los casos, en poder cumplir sus tareas.
Por último, los retos económicos son igualmente enormes. Afganistán sigue siendo hoy un país devastado por la violencia y la corrupción, obligado a importar en torno al 70% de los alimentos que consume y sin infraestructuras básicas que permitan activar un mercado auténticamente nacional. A pesar de los esfuerzos realizados, hoy como ayer, el cultivo de la amapola opiácea es la base de una economía que no ha conseguido poner en marcha ningún tipo de capacidad industrial, en tanto que algunas actividades del sector servicios han malvivido gracias a la demanda (ya en caída) de los actores internacionales presentes en el país. Como muestra de la extrema debilidad registrada en este campo, cabe recordar que el gobierno acaba de solicitar ayuda para poder pagar los salarios de los más de medio millón de empleados públicos. En resumen, la autosuficiencia y la viabilidad económica de Afganistán es (y seguirá siendo por mucho tiempo) una entelequia enfrentada a la cruda realidad de su completa dependencia de la ayuda externa. Y todo eso es lo que se encuentra el tándem Ghani-Abdullah.