Tras un año de campaña militar liderada por Arabia Saudí, y más de cinco desde que Ali Abdullah Saleh se vio obligado a dejar la presidencia, Yemen se prepara para un nuevo intento de resolver sus problemas internos por vía negociada. Al cese de hostilidades iniciado el día 10 de abril debe seguir el inicio de una nueva ronda negociadora en Kuwait, a partir del próximo día 18. A esta situación se ha llegado por el convencimiento de los principales actores combatientes de que ninguno está en condiciones de imponerse definitivamente por las armas.
Los saudíes ya han tenido tiempo de comprobar que su apuesta militarista no está dando los frutos deseados, arrastrados a un conflicto en el que su pujante ministro de defensa (y vicepríncipe heredero) pretende ganar estatura política ante sus rivales internos por la sucesión y ante el resto de los miembros del Consejo de Cooperación del Golfo, a los que Riad necesita para frenar la emergencia de Irán como líder regional. También sus aliados locales –parte de las fuerzas armadas yemeníes, leales al presidente Mansur Hadi, así como contingentes militares saudíes, emiratíes, egipcios, marroquíes, jordanos y sudaneses, sin olvidar el valiosísimo apoyo estadounidense y británico y la circunstancial colaboración del movimiento separatista sureño de Al Hirak (reconvertido ahora en Movimiento de Resistencia del Sur), enemigo acérrimo de los hutíes, y algunas milicias tribales de lealtad siempre cuestionable– parecen haber llegado a la misma conclusión, aunque hayan logrado mejorar sus posiciones en el campo de batalla, hasta asediar ya Saná y expulsar de Adén a sus oponentes –los hutíes (reconvertidos para la ocasión en Comités Populares), buena parte de las fuerzas armadas yemeníes, leales a Saleh, y algunas milicias locales.
En estas circunstancias cobra fuerza la opción política. Así se constata en el bando rebelde, cuando los hutíes ya se animan a intercambiar prisioneros y a establecer contactos directos con Riad (sin presencia de Saleh o sus representantes) y cuando se acrecientan los rumores sobre la búsqueda de un refugio en el extranjero para el defenestrado Saleh. En cuanto al propio Hadi, es igualmente significativa su decisión del pasado 3 de abril de cesar de su doble cargo de vicepresidente y primer ministro a Khaled Bahah, tratando de cargarlo con la responsabilidad de una mala gestión que no ha logrado atender las necesidades de la población.
En realidad, lo que Hadi ha hecho es tratar de reforzar su base de poder con vistas a la nueva etapa que se puede abrir ahora en Kuwait. Para ello ha designado como primer ministro a Ahmed bin Dagher –un sureño y una reconocida figura en el seno del partido del Congreso General Popular– con lo que busca debilitar la influencia de Saleh en un partido que siempre ha controlado y acercarse al movimiento Hirak, procurando así ralentizar al menos su ansia separatista. Del mismo modo, al nombrar como vicepresidente al general Ali Mohsen al Ahmar –poderosa figura política norteña, que ya fue rival de Saleh (pero también aliado en otros tiempos) y cofundador del partido islamista Islah– pretende fortalecer sus vínculos tanto con la poderosa confederación tribal a la que Mohsen pertenece como con Riad (con el que mantiene buenas relaciones), sin olvidar que su carisma entre los militares puede ser clave para superar la enorme fractura que ahora presentan las fuerzas armadas. En todo caso, queda por ver si lo que pueda sumar Dagher, por su cercanía al separatista Movimiento de Resistencia del Sur, no queda por debajo de lo que pueda suponer el rechazo de los separatistas sureños a Mohsen.
Aunque, en el mejor de los casos, de Kuwait pueda salir una hoja de ruta que sirva para recomponer por un tiempo las reglas de juego entre las dos confederaciones tribales que se vienen disputando el poder desde hace décadas, nada apunta a que eso sirva para frenar la violencia. Una violencia que en este último año ha costado más de 6.000 vidas y que ha hecho que al menos el 80% de los 25 millones de yemeníes dependan hoy de la ayuda humanitaria para sobrevivir. Una violencia que, a buen seguro, cuenta con muchos defensores, sean los grupos yihadistas ya activos en el país (sería ilusorio suponer que al-Qaeda en la Península Arábiga y Daesh se sentirán comprometidos por lo que salga de una mesa de negociaciones en la que, obviamente, no tendrán presencia alguna) o los que no se acomoden a la nueva organización territorial que se acuerde en su momento –Hadi apuesta por una estructura federal de seis regiones, mientras que los hutíes prefieren dos (entendiendo que eso les da más garantías de contrarrestar el poder de Saná y evitar de ese modo su tradicional marginación).
En esa misma línea también plantea muchas incógnitas el futuro comportamiento de los líderes separatistas sureños, reforzados ahora por su temporal alianza con Hadi y tentados de dejarse querer por Teherán. No es descabellado pensar que el grupo Al Hirak al Yanubi, creado en 2007, aumente sus demandas tras haber logrado convertirse en el representante de una población que se siente discriminada por Saná, a pesar de contar con los principales yacimientos petrolíferos ubicados precisamente en el sur del país.