Ya es un clásico en Israel que ningún gobernante complete una legislatura y que los gobiernos sean siempre de coalición entre varios partidos. Pero nunca había sucedido que, tras los comicios, el encargado de formar gobierno fuera incapaz de cumplir la tarea y que, en consecuencia, hubiera que volver a las urnas. Eso es lo que acaba de ocurrirle a Benjamin Netanyahu, enfrentado ahora a una incertidumbre personal y política que aboca al país a nuevas elecciones el próximo 17 de septiembre.
En realidad, no era este el único camino, puesto que el presidente Reuven Rivlin podría haber asignado el encargo a otro miembro del partido Likud o al líder de la coalición Blanco y Azul, Benny Gantz (con tan solo un escaño menos de los 36 que logró el Likud). Pero fue el propio Netanyahu el que, desesperado ante la posibilidad de perder su puesto, evitó esa opción activando el mecanismo de disolución de la Knéset para impedir dar cancha a cualquiera de sus rivales.
A esta situación se ha llegado fundamentalmente como resultado de una vieja competencia personal entre el propio Netanyahu y su antiguo ministro de defensa, Avigdor Lieberman, líder del partido Israel Nuestra Casa (actualmente con cinco diputados). En principio parecía que Netanyahu tenía asegurado su quinto mandato al contar de partida con sus 36 diputados y otros 14 de diversos partidos de perfil religioso; pero para traspasar la barrera de 61 (en una Knéset de 120 escaños) necesitaba a un Lieberman que ha querido vender muy caro su apoyo. El asunto elegido por Lieberman para dar la batalla ha sido el controvertido proyecto de ley, que él mismo diseñó hace algo más de un año, para poner fin a los privilegios que permiten a la práctica totalidad de los estudiantes de las yeshivás quedar exentos del servicio militar. Un proyecto rechazado de plano por los grupos religiosos que Netanyahu había logrado incorporar a su bando y que, por tanto, no dejaba espacio común para la conformación de una coalición tan alejada en sus posiciones de principio.
En resumen, Netanyahu se ha visto obligado a recurrir nuevamente a las urnas en unas circunstancias que se pueden volver en su contra. Por un lado, este retraso supone perder la oportunidad de conformar un gobierno que le permitiera sacar adelante nueva legislación en la Knéset, debilitando aún más la democracia israelí al otorgar poderes al parlamento para frenar decisiones del Tribunal Supremo de Israel, con la clara intención de blindarse frente a las tres causas judiciales en las que ya está imputado (con posibilidad de que pronto se añada una más). Por otro, aun si logra vencer nuevamente, puede encontrarse con parecidos problemas para sumar fuerzas, sobre todo teniendo en cuenta que ya el 2 de octubre se celebrará una vista judicial que puede acelerar su imputación definitiva. Por último, facilita a sus oponentes la tarea de trasmitir la imagen de un Netanyahu derrochador (al que no le preocupa meter a Israel en nuevos gastos, cuando el coste estimado de unas elecciones nacionales ronda los 2.500 millones de shekels), prepotente y solo interesado en salvar su propia cabeza de la justicia.
Pero es que, además, su nueva apuesta electoral no le garantiza necesariamente la victoria. A fin de cuentas, en las del pasado 9 de abril tan solo logró un escaño más que un Benny Gantz que ahora podrá instrumentalizar a su favor la creciente animadversión de una sociedad mayoritariamente laica contra los privilegios de la comunidad ultraortodoxa, haciendo ver que Netanyahu está prácticamente en sus manos. Dado que la ley electoral israelí (de circunscripción única) garantiza a los partidos que representan a esa comunidad no solo una segura presencia en el parlamento sino también en cualquier coalición de gobierno, el hecho de que actualmente ya sean más de un millón (con más de la mitad por debajo de los veinte años) y de que las previsiones demográficas apunten a que serán más del 16% en 2030 obliga a cualquier candidato gubernamental a no olvidar sus reclamaciones.
Cabe suponer que todas esas consideraciones están en la cabeza de un experimentado gobernante como Netanyahu. Pero aun dando por hecho que el resto de los socios que había logrado hasta aquí mantengan sus resultados y su compromiso para auparlo a un nuevo mandato, el Likud necesitaría añadir 5 escaños a los 36 actuales para no depender de Lieberman. Un resultado que hoy parece ciertamente aventurado, salvo que logre activar a su favor a los 300.000 votantes (equivalentes a unos diez escaños) que el 9 de abril apostaron por partidos de derechas que no lograron representación parlamentaria.
Mientras tanto, cabe suponer que esta circunstancia sobrevenida tendrá asimismo incidencia en los planes de Washington en relación con su supuesto “deal of the century”. Una cosa es que se llegue a celebrar la ya anunciada conferencia económica internacional “Peace for Properity” en Bahreín los próximos días 25 y 26 de junio, y otra muy distinta es que finalmente Estados Unidos se anime a realizar una presentación formal y pública de un plan que, de inmediato, ha generado un rechazo y un escepticismo generalizado sobre la posibilidad de que algo tan sesgado a favor de Israel y sin contacto alguno con la Autoridad Palestina vaya a traer la paz a la zona.