Escribo hoy desde Dublín, donde asisto a una conferencia preparatoria de la próxima Presidencia irlandesa de la UE. La red de centros de estudios europeos TEPSA (de la que el Instituto Elcano es el miembro español) viene organizando desde hace muchos años estos seminarios, que se celebran cada seis meses en el país que está a punto de asumir la presidencia de turno del Consejo. Como esta responsabilidad rotatoria ha perdido mucha relevancia desde la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, estos encuentros sirven más para reflexionar sobre el estado general del proceso de integración que para asesorar específicamente al gobierno que va a ejercer el cargo en el siguiente semestre. Pero estos seminarios son también una oportunidad para que los investigadores de los think-tanks y centros académicos que analizan los asuntos europeos coincidamos y diseñemos proyectos en común o, simplemente, comentemos la actualidad de la Unión. En estos momentos los debates siguen girando, como es lógico, sobre la actualidad económica pero el auge del independentismo en Escocia o Cataluña se ha colado en las ponencias y, sobre todo, en las charlas informales.
Ayer tuve la oportunidad de disfrutar de una larga conversación con Graham Avery, que es miembro del consejo de TEPSA, antiguo Director General de la Comisión, profesor de la Universidad de Oxford y gran experto en temas de ampliación. Graham, que ha escrito en el pasado análisis para el Instituto Elcano y que es amigo desde hace años, ha adquirido en las últimas semanas una inesperada notoriedad en la prensa británica (y, un poco también, en la catalana) por una reciente comparecencia como experto en la Cámara de los Comunes donde explicaba su punto de vista sobre cómo debería gestionar la UE una posible secesión de Escocia. Me decía que el informe que presentó ante los miembros de una comisión parlamentaria le ha supuesto críticas tanto de los nacionalistas escoceses (porque niega que la adhesión a la UE de un territorio independizado pueda ser automática) como de los unionistas británicos (porque aboga por ser flexible y negociar, si el proceso se desarrollara de forma transparente y legal, un rápido reingreso).
Sus conclusiones son relativamente parecidas a las que yo mismo llego en un ARI recién publicado por el Instituto Elcano donde también analizo el debate surgido en la UE ante el auge del independentismo en Escocia y Cataluña y la pretensión de que esos territorios, en caso de secesión, se conviertan en Estados miembros desde el mismo momento en que se separasen. Y es que la Unión Europea se está convirtiendo en un arma principal de los debates soberanistas en los dos países: por un lado, los partidarios de la secesión vienen utilizando a Europa –y una supuesta, aunque imposible, pertenencia automática a la organización- para animar a los votantes a abrazar su causa, pues asusta mucho menos la ruptura con Reino Unido o España si no supone romper también con el mercado interior o el atractivo espacio que representa, pese a todo, la Unión. Por el otro lado, en cambio, los detractores del independentismo, utilizan también a Europa pero justo en sentido contrario; esto es, para amenazar con que la secesión supondría la salida de la organización y un aislamiento económico y político indefinido del nuevo estado.
Pero lo que hay que intentar conseguir, según Graham Avery, es que Europa no se instrumentalice de manera abusiva en estos procesos tan delicados. Coincido con él. La UE no puede significar nunca una herramienta al servicio del soberanismo y debe denunciarse la falsa seguridad con la que los líderes independentistas apelan a un presunto apoyo europeo a los procesos de secesión, fundado sobre el pragmatismo o sobre la aceptación de una voluntad popular expresada incluso de manera plebiscitaria. Pero, al mismo tiempo, tampoco puede defenderse como línea de defensa contra el riesgo de ruptura una rigidez total en la interpretación de los tratados, esgrimiendo la unanimidad (esto es, el veto) a todo territorio que se separe de un actual estado miembro. Una secesión en cualquier rincón de la UE resultaría más bien triste para la causa europea -que persigue la unión cada vez más estrecha entre los pueblos y el fin de las fronteras- pero no necesariamente merecedora de un rechazo de entrada. Depende de cómo se haya desarrollado el proceso y si el territorio independizado lo ha hecho (o no) de forma pacífica, legal, dialogada y honesta, además de si el nuevo estado va a mejorar a su estado matriz (o no) en el respeto a los valores europeos de solidaridad, pluralidad y superación del nacionalismo.