La derecha radical está creciendo en diversas democracias, de Europa a Brasil y EEUU, pasando por Filipinas. Se globaliza, más que internacionalizarse. Parece haber más una coincidencia de temas, de estrategias, que un movimiento global organizado, pese a las pretensiones de Steve Bannon, quien fuera estratega electoral de Donald Trump, de encarnar dicha marea con su organización The Movement. No cabe excluir que estas derechas radicales se constituyan en una sociedad d’entraide, de ayuda o socorro mutuo. Pero no forman una Internacional. De hecho, el concepto mismo entraría en contradicción con sus planteamientos.
Sus métodos electorales se asemejan. Especialmente, un uso sumamente profesional de las redes sociales (que Barack Obama empezó dominando) y de la manipulación de noticias falseadas. La elección de Jair Bolsonaro a la presidencia de Brasil no se explica sin la fiebre por las redes sociales en Brasil. Tampoco sin el apoyo de los evangélicos y su “teología de la prosperidad”, o sin la frustración de unas clases medias que estaban ascendiendo y que han retrocedido con una recesión.
Es justamente este empuje de una parte de las clases medias y trabajadoras en proceso de desclasamiento el que puede impedir una coordinación de estos movimientos radicales, pues sus visiones e intereses chocan. Para empezar, todos proclaman “mi país primero”, lo que puede producir conflictos. En general, estas derechas radicales están en proceso de introversión, no como con el nazismo o el fascismo en los años 30 del siglo pasado. El peso ideológico de estas nuevas derechas radicales es mucho más liviano, hipermoderno. En segundo lugar, estamos viviendo un choque entre clases medias (y trabajadoras) que se podría evitar, como hemos propuesto junto a Miguel Otero y Federico Steinberg: entre las que suben en los países en vías de desarrollo, como Brasil, y quieren seguir subiendo, y las que bajan en países desarrollados, y no quieren descender. Estas derechas radicales se nutren de unas y otras. Cada uno defiende las suyas. Es otra contradicción, aunque casi todas ellas miren a Trump, a Putin e incluso a China como referentes.
Estos movimientos son síntomas de diversos malestares en las sociedades, antes que causa. Pero a su vez se pueden transformar en causas. Las derechas radicales tienen un alto poder contaminante sobre el funcionamiento de las democracias y sobre las derechas moderadas, e incluso parte de las izquierdas. Las fronteras no son nítidas, y menos aún cuando en algunos países el centro político parece desaparecer ante la creciente polarización. El Partido Republicano estadounidense ha sido penetrado a fondo por el trumpismo. El húngaro Fidesz de Viktor Orbán pertenece al Partido Popular Europeo (PPE), y veremos qué actitud adopta este tras las próximas elecciones al Parlamento Europeo, donde, si es como el actual, estas derechas radicales estarían repartidas en cuatro o más grupos políticos. El PPE, en su congreso en Helsinki, debe elegir esta semana a su candidato a la presidencia de la Comisión Europea. El socialcristiano bávaro alemán Manfred Weber parte como favorito. Representa un giro a la derecha y la apertura a las derechas radicales que puede necesitar el PPE tras las elecciones de mayo al Parlamento Europeo.
Tras la renuncia de Angela Merkel a seguir al frente de la CDU, y su anuncio de que no volverá a ser candidata a la Cancillería en las próximas elecciones –que se pueden anticipar–, está en cuestión si la formación democristiana alemana permanecerá en el centro o se escorará a la derecha, con consecuencias para una Europa encallada en Berlín. No cabe descartar que Merkel, liberada por su decisión de no seguir, se lance ahora a un nuevo empuje europeo junto a un Emmanuel Macron que busca fuera el brillo que no encuentra dentro. Claro que la UE está encallada en muchas otras capitales ante el ascenso de estas derechas radicales con una visión muy distinta de la integración europea, aunque, dadas las dificultades del Brexit, no proclamen una salida de sus países de la UE, sino una “jibarización” de la Unión para que los Estados dejen de compartir soberanía y, en un espejismo, la recuperen.
Claro que no es lo mismo que la derecha radical llegue al poder por las urnas en Brasil o en Filipinas que en EEUU dada la fortaleza de la institucionalidad democrática en este último país. Algunas de estas derechas radicales se desharían de la democracia, y desde luego del Estado de Derecho y de la división de poderes, si pudieran. En Europa, ante los casos de Polonia y Hungría, el juicio a este respecto debe quedar en suspenso, aunque la pertenencia a la UE ha supuesto hasta ahora, para todos, un plus de democracia y de fortaleza del Estado de Derecho. Que siga siéndolo es una garantía.