Vemos estos días imágenes impactantes de la ruina física de la que fue la tercera de las grandes ciudades norteamericanas, Detroit, cuna de la industria del automóvil y de la revolución industrial fordista y salpicada ahora de solares, edificios industriales vacíos y semiderruidos, viviendas abandonadas y tapiadas y parques convertidos en descampados. Detroit ha perdido más del 60% de su población desde los 1.800.000 habitantes de 1950 hasta los 700.000 de la actualidad, especialmente a la población blanca que se ha desplazado hacia otros lugares con mejores oportunidades. Y todo esto ha sucedido por la robotización de la industria automovilística, por su deslocalización hacia países con costes salariales inferiores y por la creciente competencia de los automóviles fabricados en otras zonas del mundo, especialmente en Asia. La mezcla de estos factores ha provocado también en Europa un continuo declive de la población industrial y, sin embargo, no existen Detroits en nuestro continente, ninguna gran ciudad europea occidental ha experimentado una pérdida de población semejante.
En este lado del Atlántico ante crisis de empleo parecidas (como la del carbón o la de los astilleros), los recursos públicos se han volcado para ofrecer otros empleos o para mantener con subsidios y subvenciones a la población local, y básicamente se ha conseguido aunque haya sido a costa de sostener a población inactiva. Pero la premisa ha sido siempre que había que mantener a esas personas allí, en el mismo lugar en que antes tenían empleo. Ningún plan de apoyo preveía que los individuos en edad activa migraran hacia otras áreas con mejores perspectivas de empleo. En esto las autoridades de los Estados europeos han sido siempre conservadoras de lo local, algo en lo que han coincidido con las presiones políticas “desde abajo”, de sindicatos, ayuntamientos o empresarios. Lo sucedido en Detroit sólo se entiende en el marco de una sociedad muy móvil, en la que trasladarse dentro del estado o de un estado a otro forma parte de la experiencia habitual de los individuos. Así, por ejemplo, entre el 2005 y el 2010, casi la mitad de las familias norteamericanas se mudaron de un estado a otro dentro del país, lo que supone una movilidad mucho mayor que la de los europeos dentro de cada uno de sus países, por no hablar de la movilidad intra-europea.
La mayor parte de los americanos están dispuestos a dejar sus casas, sus barrios, sus padres, el colegio de sus hijos y sus amigos locales para moverse por su enorme territorio en busca de mejores oportunidades. Son un país formado por una migración relativamente reciente y esa movilidad forma parte de su forma de entender la vida. Además, la regulación del mercado de la vivienda facilita el traslado, y la escasa protección a los trabajadores, en comparación con las normas europeas, fuerza a la movilidad. Sin duda todo esto tiene aspectos negativos, como el mayor desarraigo de los individuos, la debilitación de los lazos familiares o, en casos como Detroit o el de Baltimore que retrata la serie de televisión “The Wire”, el deterioro de la ciudad. Sin embargo, tiene otro muy positivo, básicamente una capacidad para crear empleo sustancialmente mayor que la europea. Y, sobre todo, resulta sostenible porque no depende de las arcas estatales. En Europa, por el contrario, las presiones políticas de los grupos organizados trasladan al contribuyente el coste del mantenimiento de los individuos en su lugar de origen. Así conseguimos mantener a la población en su territorio, pero a un coste muy alto para el dinamismo de la economía.