Se cumplen ahora cinco años de la intervención de una coalición internacional para cambiar el régimen del coronel Gadafi en Libia. Esa intervención, liderada por Francia, el Reino Unido y EEUU en los primeros días, y subcontratada a la OTAN después, ha causado inseguridad dentro y fuera del país desde entonces. Ni los responsables libios ni la coalición internacional han sabido encauzar posteriormente la transición y la gobernanza del país, a pesar de haber derrochado dinero, tiempo y esfuerzos durante todos estos años.
Del “todos contra Gadafi” se pasó a la rivalidad y a la lucha entre las milicias por marcar zonas de influencia y asegurarse rentas del petróleo; y de ahí a un enfrentamiento –a veces armado– en el que algunos países árabes han ido tomando partido. También lo aprovechó el Daesh para instalarse en territorio libio, pero lejos de preocuparse por su llegada, las milicias continuaron luchando por su supremacía, multiplicando los bandos, gobiernos y parlamentos, mirando por lo suyo y sin atender el interés general de los libios.
“La comunidad internacional se ha ido aferrando a la posibilidad de lograr un acuerdo difícil de unidad nacional que ha consumido un tiempo precioso y dado tiempo al Daesh para consolidarse”
Continúan los enfrentamientos armados, aunque su intensidad es limitada si son exactos los datos de Libya Body Count: 2.085 en 2014, 1.525 en 2015 y 227 hasta febrero de 2016 (una cifra similar a la de 4.700 bajas reconocidas por las autoridades libias entre los rebeldes que lucharon contra Gadafi). Lo anterior no impide que sigan afluyendo armas y dinero por vía marítima y aérea para repartir entre las distintas milicias a pesar de que sigue en vigor un embargo internacional decretado por Naciones Unidas que sólo sirve para evitar la carga y venta ilegal de petróleo. Qatar y Turquía aprovisionan a la milicia de Misrata en el este mientras que Egipto y Emiratos Árabes Unidos lo hacen al Ejército Nacional Libio del general Khalifa Hifter en el oeste.
En esas condiciones la comunidad internacional se ha ido aferrando a la posibilidad de lograr un acuerdo difícil de unidad nacional que ha consumido un tiempo precioso y dado tiempo al Daesh para consolidarse. El acuerdo es imprescindible porque ya existe una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (2259/2015) que autoriza el uso de la fuerza y sólo espera a que cualquier gobierno con apariencia de legitimidad solicite ayuda para permitir la intervención de la comunidad internacional. Sin embargo, las facciones libias boicotean con pretextos y reclamaciones sin fin, tanto el Acuerdo de Unidad Nacional como el gobierno del candidato a primer ministro Fayez Sarraj, por lo que se perpetúa el estancamiento actual.
Todos odian a todos, todos cobran de alguien y ninguno tiene prisa en dejar de hacerlo –salvo que las fuentes de fondos se sequen– porque quien más paga tiene más oportunidades de prevalecer en el enfrentamiento y de reclutar más combatientes (la caída de Sirte se atribuye al retraso en el pago de salarios a las milicias que las defendían). Mientras caen los ingresos por el petróleo (14.900 millones de dólares en 2014 frente a los 47.200 de 2010 y los 60.700 de 2012 según el Wall Street Journal), la situación de la población se deteriora por la caída del PIB (una cuarta parte), la subida del paro (el 40% entre la población de 15 a 24 años) y los desplazamientos de población (440.000 dentro de Libia desde 2011 sobre una población de 6 millones). Siguiendo con los datos de la Fundación Bertelsmann, cada semana llegan 1.500 nuevos inmigrantes a Trípoli por la ruta del Sahara occidental –a los que habría que añadir los que llegan por la ruta de Sudán y Chad– sobre los que se lanzan los contrabandistas que han vivido toda la vida de los tráficos ilícitos y a los que imitan muchas redes nuevas, entre ellas las milicias y el Daesh, para hacerse con el pago del embarque cada vez más caro (en torno a los 1.100 euros por persona) y cada vez más inseguro (se atestan los botes de inmigrantes para incrementar beneficios).
“[Las milicias del Daesh] mantienen un perfil poco agresivo para alimentar la percepción de superioridad y autosuficiencia de las milicias locales”
Mientras se forman nubarrones sobre sus cabezas –pero sin que caiga un chaparrón sobre ellas–, las milicias del Daesh siguen consolidando su asentamiento en la zona de Sirte, Ajdabiya, Trípoli y Fezzan. Han comenzado a atacar las infraestructuras energéticas para reducir la producción y no dejarán de hacerlo hasta que cuenten con la suficiente capacidad para ocuparlas o explotarlas. De momento cuentan con financiación suficiente para respaldar la imposición de la sharía, recaban impuestos a quienes no les prestan lealtad, a quienes se la prestan o a quienes vienen de paso hacia Europa, pero mantienen un perfil poco agresivo para alimentar la percepción de superioridad y autosuficiencia de las milicias locales. Sólo de vez en cuando hacen demostraciones de fuerzas como el derribo que han reivindicado –sea cierto o no– de tres aviones Mig 23 que han caído desde enero en los alrededores de Bengasi y Derna mientras actuaban contra el Daesh al-Jazeera (13/II/2016). Entretanto se esfuerzan en reclutar combatientes extranjeros y, preferentemente, islamistas libios (las últimas estimaciones, siempre imprecisas, acercan su cifra a unos 6.000), desplazar o exterminar a personalidades laicas o religiosas que puedan obstaculizar su proselitismo y dispersar sus infraestructuras y centros de mando para protegerles de ataques aéreos.
La falta de progresos internos, la consolidación del Daesh y, sobre todo, el flujo incesante de refugiados ha sembrado el desasosiego entre algunos gobiernos occidentales y se han multiplicado en las últimas semanas las informaciones sobre preparativos militares, intercambio de información e inteligencia, despliegue de asesores militares o de unidades de operaciones especiales en la zona. Según la información disponible en fuentes abiertas, las opciones de intervención militar se podrían limitar a tres: (1) intervención en apoyo a un gobierno de amplio respaldo para fortalecer su control sobre las milicias e ISIS; (2) intervención al mismo gobierno para luchar sólo contra el ISIS; o (3) intervención para contener a ISIS sin apoyo local.
“Todas las partes locales y regionales, la Unión Africana y la Liga Árabe coinciden en oponerse a la intervención de fuerzas no árabes ni africanas en suelo libio”
El primer escenario es de difícil materialización porque no existe todavía el tipo de acuerdo y de gobierno con legitimación suficiente para pedir asistencia militar a la comunidad internacional tanto para luchar contra el Daesh como para desarmar y desmovilizar las milicias libias. Algunas organizaciones como la UE y la OTAN que se han prodigado en declaraciones de disponibilidad para ayudar al nuevo gobierno podrían apoyarlo pero siempre en misiones más de asistencia técnica, logística, de inteligencia o para la reforma del sector de la seguridad que de combate contra el Daesh o el desarme de las milicias. Una intervención similar a la de 2011 parece difícil porque ahora todas las partes locales y regionales, la Unión Africana y la Liga Árabe coinciden en oponerse a la intervención de fuerzas no árabes ni africanas en suelo libio.
En el segundo escenario, las facciones libias parecen dispuestas a admitir apoyos de inteligencia, aéreo y de equipamiento para luchar contra el Daesh cuando se decidan. Para esta lucha, las milicias también cuentan con el apoyo de la Liga Árabe desde su reunión de agosto de 2015 en El Cairo, aunque entonces Argelia y Qatar evitaron las intervenciones aéreas de la Liga Árabe contra el Daesh. También es posible que puedan contar con el apoyo discreto de países occidentales. Algunos de estos países ya lo están haciendo de forma abierta (EEUU), otros de forma encubierta (Francia, el Reino Unido e Italia) y algunos otros se plantean la necesidad de hacerlo.
En el tercer escenario, los países más cercanos a Libia, incluida España, intervendrían de forma discriminada para contener al Daesh. Su consolidación en Libia es una amenaza a sus intereses vitales, tanto en territorio europeo, como en territorio africano y en el Mediterráneo donde esos países tienen intereses geopolíticos y geoeconómicos importantes. Sus fuerzas armadas tendrán que prepararse –deberían de estar ya preparadas– para llevar a cabo intervenciones muy distintas de las que están acostumbradas hasta ahora para misiones de estabilización o mantenimiento de la paz. No tendrán que poner tropas sobre el terreno sino proyectar medios de inteligencia, aviones no tripulados, de reconocimiento y armados, así como con unidades de operaciones especiales para atacar a los miembros, bases logísticas y campos de entrenamiento del Daesh. De lo contrario, el incipiente califato libio se convertirá en un centro de peregrinaje y formación de yihadistas. Si las autoridades o las milicias libias no lo hacen, se verán obligados a intervenir antes de que se acentúe el regreso de combatientes extranjeros con experiencia militar desde Siria o, sin ella, desde Europa y el Norte de África y, sobre todo, antes de que los yihadistas e islamistas locales se hagan con el control de la franquicia del Daesh en Libia. Al igual que EEUU atacó el 22 de febrero de 2015 el campo de entrenamiento de Sabratha para evitar que los milicianos tunecinos que se entrenaban repitieran sus ataques en Túnez, los países europeos deberían prepararse a hacer lo mismo a corto y medio plazo si quieren evitar la llegada de reclutas magrebíes que puedan llevar el yihadismo y la insurgencia al norte y sur de África, al Mediterráneo y a Europa.
Todo lo anterior describe un escenario sombrío en nuestro “patio trasero”, y aunque en los últimos meses creíamos que nos iban a llegar buenas noticias desde Libia, no las esperen ustedes en los próximos meses, aunque nada me gustaría más que equivocarme.