Las desavenencias entre los seis integrantes del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) son el pan de cada día desde su creación en 1981. A fin de cuentas, por mucho que sea el temor compartido por la emergencia del Irán revolucionario en 1979, a nadie le gusta aceptar sumisamente el dictado de un socio tan prepotente como Arabia Saudí. Y si alguien ha hecho más visible la incomodidad que ese dominio saudí supone ha sido, ya desde hace tiempo, Qatar. Exactamente desde el mismo momento en el que el descubrimiento de sus ingentes reservas de gas, hasta convertirlo en el tercero del mundo, le ha permitido a su élite gobernante aspirar a tener una voz propia.
Tradicionalmente la casa de los Al Thani se sometía disciplinadamente a lo que la casa de los Al Saud indicara desde Riad, hasta que Hamad bin Khalifa al-Thani depuso a su padre en 1995 y planteó un giro que se mantiene hasta hoy. Fue el descubrimiento de la enorme riqueza gasística lo que no solo ha convertido a Qatar en el país con mayor renta per cápita del planeta, sino que le ha permitido librarse relativamente del yugo saudí, haciéndole soñar con convertirse en una potencia regional con objetivos propios. Eso explica iniciativas como la cadena Al Jazeera (1996), el mundial de futbol para 2022, sus nuevos museos y universidades de renombre y su creciente apuesta inversora en múltiples países –el club de futbol Paris Saint Germain, el canal deportivo beIN o sus participaciones en la industria del lujo son solo algunos ejemplos–. Sobre esa base Doha ha ampliado sus horizontes más allá del Golfo, labrándose una imagen de activo mediador en conflictos y financiador de diversas causas, incluyendo el islamismo político (sea el que representan los Hermanos Musulmanes en Egipto o alguna de sus ramas más conocidas, como Hamas).
Pero en última instancia, y a pesar de ese poder gasístico, Qatar sabe, por un lado, que su explotación depende en buena medida de sus buenas relaciones con Irán –dado que comparten el mayor yacimiento mundial– y, por otro, que la única frontera terrestre que tiene es con Arabia Saudí –por donde entra la mayoría de sus importaciones (alimentos incluidos). Igualmente sabe que con alrededor de unos 2,5 millones de habitantes –de los que apenas un 20% son nacionales– está expuesto a amenazas que no puede neutralizar en solitario. Dicho de otro modo, dados esos condicionantes geopolíticos y necesitado de un garante externo de su propia seguridad, Qatar ha optado por jugar a varias bandas con sus vecinos inmediatos y aprovechar la coyuntura que llevó a Estados Unidos a salir militarmente de suelo saudí, tras la operación Tormenta del Desierto (1991), para convertirse en la sede no solo del Mando Central estadounidense sino también de la principal base aérea, Al Udeid, que Washington posee en la región. Eso significa simultáneamente crear tensiones con Riad y contar con 10.000 efectivos y los ojos del líder mundial colaborando en la estabilidad y la eliminación de tensiones violentas en el pequeño emirato del desierto.
Pero, visto desde Riad, ese delicado juego de equilibrios en el que se ha embarcado Doha cuestiona su liderazgo tanto en el mundo musulmán suní como, más concretamente, en el Golfo. Y por eso ya en marzo de 2014 el régimen saudí, junto con Bahréin y Emiratos Árabes Unidos, forzó la retirada de sus embajadores de Doha durante un periodo de diez meses. La razón fundamental –más allá del sarcasmo que supone que Riad acuse oficialmente a alguien de apoyar el extremismo y el terrorismo– fue la misma que ahora ha determinado la ruptura de relaciones diplomáticas, el cierre de la frontera y las conexiones aéreas: Irán. Envalentonado tras la reciente visita de Donald Trump, por verse señalado como el aliado principal de la zona, la monarquía saudí se siente en condiciones de reclamar nuevamente el papel de líder regional frente a un enemigo que también Washington ve como la encarnación del mal.
Lo que Riad exige a Doha –cierre de Al Jazeera y otros medios críticos con base en el país, eliminación de todos los contactos con organizaciones como Hamas y los Hermanos Musulmanes, expulsión de todos sus dirigentes residentes en el emirato, limitación de las relaciones con Teherán a cuestiones estrictamente gasísticas– es, a todas luces, desproporcionado. Pero lo que cabe imaginar es que el régimen saudí no quiere tanto expulsar a Qatar del CCG como usarlo de ejemplo sobre las consecuencias de la desobediencia y, sobre todo, aislar aún más a Irán. Por su parte, es previsible que Qatar no acepte ser humillado de la manera que Arabia Saudí pretende, aunque en el fondo, dada su estructural vulnerabilidad y dependencia, desee que algún mediador como Kuwait pueda encontrar una forma de evitar que la sangre llegue al río. Desde luego, viendo las primeras reacciones de Trump, no parece que la tarea de mediación vaya a ser precisamente fácil.