Uno de los últimos libros del historiador y economista Nicolas Baverez es “Danser sur un volcan. Espoirs et risques du XXIéme siècle” (Albin Michel, París, 2016). El autor representa a una Francia que no quiere renunciar a la Historia, algo que parecen haber hecho muchos países en la Europa posmoderna. En mi opinión, su libro tiene ecos de “Plaidoyer pour l’Europe décadente”, aquel alegato de Raymond Aron, publicado en 1977, en el que denunciaba la existencia de una Europa excesivamente confiada en sí misma, un tanto ajena a los retos exteriores e interiores.
Aron jugó un papel en la Francia de la guerra fría similar al de Demóstenes previniendo a los griegos de las ambiciones expansionistas del macedonio Filipo. En su caso concreto, advertía a las democracias occidentales de las oscuras intenciones de la URSS, si bien no siempre era escuchado, sobre todo por aquellos que decían preferirse equivocarse con Jean-Paul Sartre a estar en lo cierto con Aron. Del mismo modo, Nicolas Baverez lanza advertencias a las democracias para que no se hagan ciertas ilusiones: la de pensar que los momentos actuales son excepcionales y que, tarde o temprano, las cosas volverán a la normalidad. La pasividad es un error, pues Baverez comparte con Aron la tesis de que las derrotas de las democracias son siempre intelectuales y morales, antes que políticas y morales. Resulta sencillo consolarse con la idea de que Occidente seguirá pilotando la Historia, aunque no sea el actor exclusivo en el escenario mundial. Sin embargo, tal y como señala el autor, no existe una ley de la Historia que garantice el triunfo de la libertad. En consecuencia, este discípulo de Aron, que gusta de relacionar los términos historia y tragedia, no puede creer en las buenas intenciones. Su pensamiento liberal impide a Baverez ser fatalista y, en consecuencia, el libro expresa la urgente necesidad de que Occidente se adapte a la nueva época o acabe siendo marginado.
Los occidentales, y en concreto los europeos, han olvidado la Historia. Les suena extraño que les hablen de guerras y revoluciones, pero estos acontecimientos siempre han constituido la trama histórica. Ni las guerras ni las revoluciones han desaparecido, pese al espejismo de proclamar el fin de la historia al terminar la Guerra Fría. Por el contrario, estamos viviendo en un sistema multipolar y caótico, en el que la guerra, o más bien la violencia, escapa del monopolio de los Estados. Pese a este escenario, Baverez denuncia que Europa ha pretendido salir de la historia. Esta pretensión inútil ha tenido como efecto la multiplicación de la pereza y la demagogia, que marchan al compás de unas ideas tan simplistas que solo pueden ser ideas falsas. Contra los “perfeccionismos” de los ingenieros sociales o de sus aprendices, Baverez subraya esta cita del filósofo Vladimir Jankelevitch: “el mejor de los mundos es el menos malo”. Por lo demás, podríamos matizar que la responsabilidad de apearse de la Historia no se puede achacar exclusivamente a los líderes políticos. Es también el fruto de una mentalidad muy extendida, pues son los propios pueblos europeos, anclados en un bienestar que han considerado perpetuo, los que están dando la espalda a la Historia. A este respecto, añadiremos unas lúcidas observaciones del “profeta” Aron en sus “Dimensions de la consciencie historique”:
“Ricos en medios e ignorantes de los fines, los hombres oscilarán entre el relativismo histórico y la adhesión irracional y frenética a una causa.”
¿No estamos asistiendo hoy al cumplimiento de estas palabras escritas en 1961?
“Danser sur un volcan. Espoirs et risques du XXIéme siècle” es un libro escrito por un economista, que no lo cifra todo en soluciones económicas. El economicismo no puede sustituir a la batalla de las ideas. Baverez nos recuerda que el motor de la Historia son las ideas y las pasiones, pero no los intereses y la economía. Raymond Aron solía recordar que nuestra civilización, si quiere llamarse verdaderamente liberal, es una civilización del ciudadano, y no del consumidor y del productor. Por eso, una de las muchas conclusiones que podemos deducir de este libro es que el mero pragmatismo no basta para salir al paso del auge de la demagogia y el populismo. Y es que la mentalidad economicista termina dando prioridad absoluta a la seguridad sobre cualquier otro planteamiento. Sobre este particular, Baverez nos advierte del peligro de disociar la libertad política de la libertad económica. Sin ir más lejos, vemos esta separación en China. Podríamos preguntarnos si este riesgo afectará también a otras potencias emergentes, aunque no solo es exclusivo de ellas. De hecho, es un peligro que ya intuyó Alexis de Tocqueville en “La democracia en América”, al mencionar la existencia de hombres centrados exclusivamente en sí mismos, entregados a sus pequeños placeres, y para los que la especie humana se reduce a sus hijos y amigos íntimos. Baverez ha citado a menudo este pasaje de Tocqueville, que sirve para certificar que a las sociedades democráticas del siglo XXI le siguen acechando dos grandes males: el individualismo exacerbado y la pérdida del sentido del bien común. No cabe duda de que son dos obstáculos para afrontar los retos locales y globales del tiempo presente.