Sin dejar de atender a lo que ocurre en Siria– atacando objetivos donde se localizaban armas iraníes (misiles Fateh 110 y drones Karrar) para Hezbolá-, en Egipto– colaborando con el régimen golpista de Al Sisi en la represión de los grupos violentos activos en el Sinaí- y en el Territorio Ocupado Palestino- manteniendo el bloqueo de Gaza, a pesar del compromiso alcanzado tras Margen Protector, y aumentando la represión de la población de Cisjordania-, Benjamin Netanyahu decidió el pasado día 2 de diciembre reventar la coalición que su partido (Likud) mantenía con otros cuatro socios de gabinete, abocando al país a nuevas elecciones (previstas para el próximo 17 de marzo).
El instrumento principal de la deliberada apuesta de Netanyahu ha sido el proyecto de aprobación de una ley fundamental (que solo podría ser modificada por mayoría absoluta de la Knesset) que entroniza a Israel como un Estado judío. Tras su aprobación en el gabinete ministerial, el inicio del trámite parlamentario ha desatado fuertes críticas (incluso en el propio partido Likud, con el presidente israelí, Reuven Rivlin, en cabeza) y ha provocado el desmarque definitivo de ministros tan significativos como Yair Lapid (Yesh Atid) y Tzipi Livni (Hatnuah). Dado que Israel no tiene una Constitución escrita, en la que pudiera figurar el carácter judío del Estado, los promotores de la iniciativa legislativa defienden la necesidad de dar ese paso para explicitar esa característica ante el temor de verse convertidos algún día en una minoría en el territorio que va del río Jordán al mar Mediterráneo. Se trata, en cualquier caso, de una medida totalmente superflua toda vez que tanto la ONU (ya en el Plan de Partición, de 1947) como Israel (en su Declaración de Independencia y en diferentes momentos posteriores de su proceso legislativo) han asentado ese dato como una realidad irrebatible.
A partir de ese simple hecho cabría considerar que la decisión de Netanyahu es contraproducente para Israel. Por un lado, porque alimenta las críticas internacionales y de los árabes israelíes (unos 1,6 millones de personas que equivalen al 20% de la población total israelí) a su cada vez más cuestionado modelo democrático, en la medida en que esa ley supondría oficializar la existencia de ciudadanos de segunda categoría (los árabes israelíes y los drusos) y eliminar el árabe como lengua oficial. Por otro, porque condena a la sociedad israelí a un nuevo proceso electoral que, a buen seguro, va a fragmentar aún más a una sociedad muy diversa (con judíos procedentes de más de cien países distintos, que hablan más de setenta lenguas, unidos únicamente por su religión y la percepción de un enemigo común) y en nada beneficiará a un país sumido en una profunda crisis económica.
Visto así, solo queda pensar, por tanto, que la decisión se basa en consideraciones ideológicas y de política interior. En el terreno ideológico, Netanyahu es un firme defensor de la visión de la Palestina histórica como tierra prometida, que, consecuentemente, niega no solamente el derecho de retorno a los palestinos expulsados en 1948 (y años posteriores), sino también su derecho de autodeterminación. Así se explica – más allá de las formalidades que sostienen que la igualdad de derechos está garantizada para todos los habitantes de Israel- que los árabes israelíes sean ya desde hace décadas ciudadanos discriminados tanto en términos individuales -al no hacer el servicio militar se enfrentan a numerosos obstáculos para lograr una plena integración laboral y quedan excluidos de muchos de los beneficios públicos de las políticas sociales (vivienda, concesión de préstamos, pensiones…)- como colectivos -sus diputados no cuentan realmente para conformar mayorías parlamentarias ni gubernamentales, y sus localidades y barriadas sufren crecientes carencias como resultado de una política municipal que los condena al ostracismo.
En el complejo terreno de la política interna, Netanyahu considera que su huida hacia adelante, demandando un renovado apoyo electoral, será coronada con el éxito. Calcula que está en condiciones de rentabilizar el desgaste de sus incómodos y circunstanciales compañeros de viaje (Yesh Atid y Hatnuah) y, al mismo tiempo, volver a contar con el apoyo de los partidos más ultraconservadores (representantes principales de los judíos ultraortodoxos y del poderoso movimiento de los colonos). Considera que estos partidos -alejados por primera en años del gabinete ministerial- están ansiosos por volver a tocar poder, de ahí la renovada insistencia de Netanyahu por la ampliación de los asentamientos y por jugar con el elemento identitario judío.
Aunque finalmente esa ley nunca salga adelante, Netanyahu supone que su anuncio le habrá servido para mantenerse en el poder por más tiempo. Aunque para ello esté tensando la cuerda hasta un nivel que termine por desencadenar una mayor oleada de resistencia palestina. De hecho, si el estallido de una nueva Intifada finalmente se produce, hasta podría pensar que algo así le favorece para intentar convencer a propios y extraños de que no hay interlocutor para la paz y para reforzar aún más su perfil de líder resolutivo. A costa de lo que sea y a riesgo de que finalmente la coalición entre laboristas y Hatnuah le desborde por el centro.