Napoleón sigue siendo uno de los grandes protagonistas de la Historia, doscientos años después de su muerte el 5 de mayo de 1821. El mundo de campañas militares y batallas decisivas que él contribuyó a forjar no goza hoy del mismo entusiasmo que en otras épocas, pero sus ideas estratégicas siguen siendo estudiadas no solo en las academias militares sino también entre los analistas de estrategias económicas. Incluso en la propia Francia voces como la del exministro de Asuntos Exteriores, Hubert Védrine, se levantan para decir que es un aniversario para conmemorar, aunque no para celebrar. Es muy posible que los totalitarismos del siglo XX hayan contribuido a minar el prestigio de Napoleón en su propio país. De hecho, en los años de la Segunda Guerra Mundial, bajo la ocupación alemana, se difundió en Francia Del espíritu de conquista y usurpación de Benjamin Constant, una crítica al régimen napoleónico que hacía pensar inevitablemente en las conquistas militares de los sistemas totalitarios. Se olvidaba, sin embargo, que incluso el liberal Constant puso sus esperanzas en el Napoleón que regresó de la isla de Elba, aunque solo fue por cien días, y redactó para él una especie de “constitución” bajo el nombre de Acta Adicional a las Constituciones del Imperio. Pero en Francia no se ha olvidado a Napoleón Bonaparte. Hay quien lo ha descubierto bajo los rasgos del joven presidente Emmanuel Macron, aunque en realidad no hay un solo jefe de estado de la presidencialista Quinta República en el que no pudiéramos descubrir rasgos napoleónicos.
Con las frases atribuidas a Napoleón hay que tener mucho cuidado, pues no se tiene una certeza plena de su veracidad, aunque lo mismo sucede con otros grandes personajes de la Historia. En algunas le podemos dar la razón, aunque otras serían cuestionables.
“Un estado hace la política de su geografía”
La existencia de Napoleón no puede concebirse sin un mapa de Europa. Es un grande de la geopolítica, el que sienta las bases de una geopolítica de Francia, mucho más ambiciosa que la de los monarcas absolutistas, interesados casi exclusivamente en Europa occidental y el Mediterráneo. Napoleón no solo quiere para Francia unas fronteras seguras, y ciertamente el afán por la seguridad le lleva a ampliarlas, sino que también busca doblegar a Austria, el gran Imperio de Europa Central, a la emergente Prusia y al Imperio de los zares rusos. Desde Napoleón, Francia ha mirado hacia el este y centro de Europa, con desiguales resultados. Ha desarrollado asociaciones estratégicas con Polonia y con todas las naciones centroeuropeas que se fueron desgajando del Imperio austrohúngaro, pero a la vez ha buscado el entendimiento con Rusia. De hecho, lo consiguió a finales del siglo XIX con el zar Alejandro III, si bien la revolución leninista frustró esa alianza. Con todo, el pragmático De Gaulle no dudó en aproximarse a Stalin en 1944 en un intento de constituir un equilibrio ante la nueva hegemonía de las potencias anglosajonas. Y en la actualidad, Macron defiende, pese a las circunstancias adversas, un acercamiento de Europa a Rusia para contrarrestar la asociación estratégica de Moscú y Pekín. En tiempos de Napoleón reinaba un zar admirador de la cultura francesa, Alejandro I, si bien eso no impidió la desastrosa campaña de Rusia, en la que la estrategia de ganar una batalla decisiva demostró ser inútil. Por lo demás, la Rusia de Putin no quiere ser europea, aunque quiera hacer negocios de suministro de energía con los europeos. Para los rusos el 9 de mayo no es el día de Europa, tal y como se conmemora en Bruselas en homenaje a la Declaración Schuman. Por el contrario, para Moscú el 9 de mayo es el día de la victoria sobre el régimen hitleriano. Las relaciones franco-rusas siempre resultarán complejas y se verán con recelo por los vecinos europeos de Rusia, socios de Francia en Europa.
“Quiero conquistar el mar con el poder de la tierra”
Gran Bretaña fue el principal enemigo y una obsesión de Napoleón. Sin embargo, Londres no apeló en las guerras de este período a argumentos ideológicos, basados en la existencia de una monarquía parlamentaria, sino a la ruptura del equilibrio del continente europeo por la potencia hegemónica francesa. Frente a un enemigo que dominaba los mares, Napoleón tenía que utilizar una estrategia de aproximación indirecta, mucho antes de que hablara de ella el capitán Basil Henry Liddell Hart en el siglo XX. Con su campaña de Egipto pretendió dar un golpe mortal al comercio británico en su ruta hacia la India. Pero los británicos le ganaron en el mar en la batalla de Abukir (1798), y más tarde en la de Trafalgar (1805). La invasión de las islas británicas resultaba imposible en tales circunstancias, y en 1807 el emperador decretó un bloqueo comercial continental para perjudicar nuevamente los intereses de Gran Bretaña. Sin embargo, tal y como ha sucedido con otros bloqueos y embargos posteriores, Napoleón fracasó porque no todos los países respetaron la medida. Es otro ejemplo de que las sanciones económicas suelen tener un efecto limitado y muchas veces perjudican más a quien las establece o las secunda que al país afectado. Las guerras con la Francia napoleónica reafirmaron a los británicos en la convicción de que lo que pasara en el continente podía repercutir en su propia seguridad y estabilidad. Paradójicamente sirvieron para “ligar” a Gran Bretaña más a Europa, tal y como demostraría el sistema del Congreso de Viena y la participación en las dos guerras mundiales. Pero, de momento, el Brexit parece haber revertido esta tendencia y ha alimentado otra imagen: la de una Gran Bretaña global y en buena medida extraeuropea.
“El mejor soldado no es el que combate sino el que avanza”
Napoleón estaba acostumbrado al avance arrollador de su ejército que solía ir acompañado de una batalla decisiva para la derrota definitiva del enemigo. En cierto modo, su estrategia es un antecedente de la “guerra relámpago”, que marcó los inicios de la Segunda Guerra Mundial. La lista de sus victorias responde a esta dinámica: Marengo, Ulm, Austerlitz, Jena, Eylau, Friedland… Sin embargo, el avance en Rusia, durante la campaña de 1812, no fue el presagio de una victoria. El espacio, el clima y la determinación del mariscal Mijaíl Kutuzov, que evitó presentar a Napoleón batalla en campo abierto, frustraron el avance y la posibilidad de un combate decisivo. La batalla de Borodino, la única excepción, causó grandes pérdidas en ambos bandos, y la toma de Moscú no sirvió de nada a los franceses. Napoleón fue derrotado por su desconocimiento de Rusia, de su historia, de su geografía y de sus gentes. Sigue siendo verdad, hoy más que nunca, la famosa cita de Churchill: “Rusia es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”. George Kennan, con su “telegrama largo”, acertó a comprenderla un poco, algo que no conseguirían otros sovietólogos. Pero muchos políticos y analistas de la Posguerra Fría siguieron sin comprenderla. Acostumbrados al bastante previsible Boris Yeltsin, quedaron desconcertados con el imprevisible Vladimir Putin.
“Cuando China despierte, el mundo temblará”
No se ponen de acuerdo los historiadores sobre cuándo dijo Napoleón esta frase. Algunos creen que fue en 1803 con la contemplación de un mapa del mundo, pero la mayoría la sitúan en su destierro de Santa Elena en 1816. Al parecer, Napoleón había leído el relato de una embajada británica que intentó en vano convencer al emperador chino de abrir las puertas de su país al comercio. En cambio, el historiador Jean Tulard sugiere que la frase se debe a la imaginación de uno de los guionistas del filme 55 días en Pekín (1963), ambientado durante el asedio del barrio diplomático en el verano de 1900. Con todo, en 1973 el exministro gaullista, Alain Peyrefitte, utilizó la citada frase para dar título a un libro que relataba su viaje a la China de Mao. Sin embargo, Napoleón no parece haber ideado una frase premonitoria sobre el futuro de China. Quizás solo fuera un tópico comentario de que las invasiones de Europa procedieron principalmente del continente asiático, una advertencia sobre lo que a principios del siglo XX algunos llamaron el “peligro amarillo”. Napoleón no estaba demasiado interesado por Asia ni tampoco por América, pues vendió a Estados Unidos la Luisiana en 1803 y no mostró interés en recuperar los territorios franceses en Canadá. Para el emperador, el mundo se reducía a Europa, pero dos potencias de la periferia continental, Gran Bretaña y Rusia, echaron abajo su sueño europeo. Son precisamente los dos países que hoy tienen un encaje más problemático con Europa.