“Hay que construir una coalición internacional para que en la Asamblea General sea el mundo entero el que condene al agresor. Nadie puede mirar de lado cuando un potente agresor agrede sin justificación alguna a un vecino mucho más débil […] y nos acordaremos de aquellos que en este momento solemne no estén a nuestro lado. […] Europa tiene que ser un hard power”.
Josep Borrell
El martes, 1 de marzo, ante un Parlamento Europeo impactado por la invasión rusa a Ucrania y muy motivado para apoyar una reacción contundente, rápida y unida de la UE, se escuchó el discurso más vibrante que haya pronunciado nunca un Alto Representante. Para Borrell estábamos asistiendo por fin «al acta de nacimiento de la Europa geopolítica» anunciada desde hace años pero que, hasta ahora, apenas había sabido trascender las declaraciones de “profunda preocupación” y las sanciones económicas no demasiado eficaces. Sin embargo, todo ha cambiado en la última semana cuando la UE ha tomado «consciencia de los desafíos a los que nos enfrentamos» y ha decidido utilizar su “capacidad coercitiva, la capacidad de imponer”.
Es obvio que el principal objetivo de esas acciones de contraataque ha sido morder a Rusia: represalias a sus élites políticas, aislamiento de empresas, inmovilización de activos, expulsión del SWIFT, paralización del Nord Stream 2, castigos deportivos y culturales, suministro de armas a Ucrania, etc. Pero, de modo paralelo, la diplomacia europea ha estado trabajando en otro plano para obligar a toda la comunidad internacional a tomar partido y, lógicamente, tratar de inclinarla de su lado. La celebración de una sesión especial de urgencia en la Asamblea General de Naciones Unidas -convocada, bajo el formato «Uniting for Peace» para tratar de circunvalar en el nivel político el previo veto ruso a una condena del Consejo de Seguridad- ha sido la ocasión idónea para medir, voto a voto, esa capacidad de influencia.
Como el mismo Borrell declaraba, la UE quería subrayar que “entre el agredido y el agresor hay que tomar partido” pidiendo a todas las naciones su apoyo explícito al primero; sin escabullirse bajo fórmulas hueras como invocar la resolución pacífica de los conflictos. Había que “ver la temperatura de la comunidad internacional, cuántos países creen que esto es una agresión injustificada e injustificable que debe ser condenada y cuántos no se apuntan a esta posición.” En ese sentido, la conexión entre el desenlace de la Asamblea General y esa nueva Europa con firme disposición a ejercer su poder era doble: en primer lugar, antes de votar, se trataba de influir lo más posible en las voluntades de terceros países y, después, determinar los efectos que tendrá en la acción exterior de la UE que un país haya desatendido la petición de suscribir la resolución.
El éxito o fracaso europeo en Naciones Unidas en este “momento solemne” tenía, además, resonancia especial por el peso de los precedentes. Al fin y al cabo, la UE se estrenó como supuesto nuevo actor global con una debacle en la Asamblea General de septiembre de 2010, a los pocos meses de haber entrado en vigor el Tratado de Lisboa que justo pretendía potenciar su proyección internacional al dotarle de personalidad jurídica, reforzar sus puestos de mando y crear el Servicio Europeo de Acción Exterior. Sin embargo, una contra resolución votada entonces por 76 Estados frente a 71 -con 26 abstenciones- impidió en primer término elevar su estatus y que el flamante presidente del Consejo Europeo subiera a la tribuna. 76 países, en su mayor parte africanos, caribeños y pacíficos (es decir, de la triada ACP que disfruta desde hace décadas de acceso privilegiado al Mercado Interior y grandes cantidades de dinero de la ayuda europea al desarrollo) donde la diplomacia de los Estados miembros o de la propia UE había sido incapaz de influir. La humillación no se ha olvidado, aunque fue parcialmente enmendada con un compromiso posterior que permite desde 2011 a la UE participar en los debates con voz, pero sin voto.
Tampoco había dejado buen sabor de boca para las aspiraciones europeas el resultado de la resolución 68/262 por la que la Asamblea General condenó en marzo de 2014 la anterior agresión sobre Ucrania a través de la anexión de Crimea. Es verdad que entonces sólo hubo once votos en contra: Armenia, Bielorrusia, Bolivia, Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, Siria, Sudán, Venezuela y Zimbabue, aparte de la propia Rusia. Pero aquel texto era descafeinado (ni siquiera mencionaba por su nombre al agresor), los votos favorables solo fueron 100, superando por poco la mitad más uno de los miembros de la organización, y absteniéndose muchos Estados que prefirieron no ofender al Kremlin, aunque luego pretendan ser socios estratégicos de la UE: Argentina o Brasil, Egipto o Israel, e incluso Serbia o Bosnia-Herzegovina que aspiran a la adhesión.
Esta vez Bruselas no estaba dispuesta a consentirlo. Aunque también Washington estaba muy interesada en aislar a Moscú, era sobre todo la “Europa geopolítica” la que enfrentaba su primer test serio el día después de haberse certificado su acta de nacimiento. Antes de la votación del 3 de marzo la diplomacia europea había dejado claro a todas las delegaciones de los países de Naciones Unidas que se estaba tomando nota de su conducta, y que habría memoria para castigar a quienes optasen de nuevo por la ambigüedad o el no alineamiento.
La estrategia ha parecido funcionar, pues la resolución ES‑11/1, que insta a Moscú a retirarse inmediatamente sin condiciones y deplora la alerta nuclear declarada por el presidente Vladímir Putin, venía ya copatrocinada de partida por 94 países. Una vez votada, el número de apoyos ha ascendido a 141, superando el umbral de 129 que es la cifra que marca los dos tercios del total de miembros. Argentina, Brasil o México ejercieron voto favorable, también varios países árabes importantes sobre los que había dudas previas, como Egipto o Emiratos y, de modo llamativo, la diplomacia serbia abandonaba la solidaridad tradicional con Moscú por el pragmatismo de la prometida ampliación balcánica, en un momento en que hasta la inesperada candidatura de la propia Ucrania amenaza con adelantarle. Por su parte, el número de votos en contra que Rusia ha logrado sumar se ha quedado en cuatro regímenes totalitarios poco relevantes, y sin ningún latinoamericano atreviéndose ahora a enfrentarse a Europa.
En el capítulo de las decepciones destaca la abstención de India, Sudáfrica y Marruecos (la equidistancia de China, tanto en el Consejo de Seguridad como en la Asamblea General se considera, en cambio, mal menor). Una neutralidad a la que también se sumaron otros cuarenta países, sumando los que votaron en blanco con los que no lo hicieron sin más. Con todos ellos habrá que ver ahora en qué se sustancia la segunda parte de la advertencia de Borrell. La Europa geopolítica que quiere ser tomada en serio ¿destinará menos ayuda al desarrollo en esos casos?, ¿restringirá algo su acceso al Mercado Interior?, ¿endurecerá política de visados?, ¿reducirá su cooperación policial? Está por ver. La UE se estrena en el hard power coercitivo y tendrá que aprender a usarlo; no solo bilateralmente frente a Rusia, sino a múltiples bandas. Superado con cierto éxito la primera prueba intensiva en Naciones Unidas, ahora toca ver si hay determinación para acordarse de modo extensivo de quienes no se alinearon con el agredido. A Europa le gusta ser amada, pero son tiempos de constatar que “las fuerzas del mal, las fuerzas que pugnan por seguir utilizando la violencia física como una forma de resolver los conflictos, siguen vivas”. Y en ese caso, como diría Maquiavelo, conviene más ser temida.
Imagen: Josep Borrell Fontelles, vicepresidente de la Comisión Europea, en la rueda de prensa sobre la agresión de Rusia a Ucrania. Foto: Dati Bendo (Unión Europea, 2022)