Un par de días después del último 8 de marzo, Marcela Lagarde, antropóloga feminista mexicana, interpretó que “este 8M ha comenzado el siglo de las mujeres”, porque las manifestaciones de ese día, la respuesta a la convocatoria mundial, habían presentado una situación transversal, coincidiendo en ellas mujeres con sensibilidades muy distintas. Antes, en el balance del fin de año, diversas publicaciones destacaron ese año como el “año de las mujeres” o el año en el que las mujeres lograron mayor visibilidad (La Opinión, Newsweek, The Independent, The Washington Post, El País, entre otros). Aun siendo interesante que los medios reconozcan la visibilidad de las mujeres, no dejan de transmitir una mirada sesgada, aquejada de miopía, porque solo ven bien de cerca. En la lejanía, solo ven un conjunto borroso: “las mujeres”.
Las mujeres, como conjunto, no existen. De la misma forma que no existe nada que se pueda concebir como el interés o los intereses de las mujeres. Ya hace mucho tiempo que, tanto desde la acción y el discurso como desde la teoría, se reconocen distintas situaciones de desigualdad que intersecan la desigualdad de género. El discurso de Sojourner Truth, Ain’t I a woman? (“¿Acaso no soy una mujer?”, 1851), aparece como una constatación de las diferentes vivencias de las mujeres según la pertenencia étnica, la clase social, la religión, la nacionalidad, la identidad sexual o la diversidad funcional. En el análisis teórico feminista esta característica de las desigualdades que afectan a las mujeres se denomina interseccionalidad (término acuñado por Kimberle Crenshaw en 1989) y su planteamiento es clave para el cuestionamiento de la posición del feminismo hegemónico de mujeres blancas de clase media.
Las mujeres son diversas y plurales, y se movilizan en el espacio público expresando esa diversidad como mujeres indígenas, mujeres negras, mujeres refugiadas, mujeres migrantes, mujeres musulmanas, mujeres profesionales, mujeres dalit, mujeres trabajadoras domésticas, mujeres lesbianas, mujeres campesinas, etc. Hablar de “las mujeres” aparece, así, como una falacia reduccionista, porque existen múltiples conflictos en los que distintos colectivos de mujeres participan, en demasiadas ocasiones, arriesgando no solo su puesto de trabajo, su modo de vida, su libertad, sino también su propia vida. La participación de las mujeres se articula principalmente a través de organizaciones y movimientos, comunitarios, locales, nacionales e internacionales: las redes son amplias y tupidas. Pero en algunos países en el mundo, las mujeres se movilizan solas, como el caso de las activistas pro derechos de la mujer de Arabia Saudí que desafiaban la prohibición de conducir (que las afectó hasta el pasado 24 de junio) y que fueron detenidas o, el caso de la resistencia practicada por las mujeres iraníes frente al autoritarismo islámico a través de su vida cotidiana: su desafío era trabajar, estudiar, participar en organizaciones. Esa era su movilización.
Las mujeres llevan más de un siglo alzando la voz por sus derechos, por el reconocimiento de su ciudadanía. Desde la postguerra el feminismo contemporáneo se ha enriquecido con mujeres movilizándose, manifestándose, organizándose, jugándose la vida en diversos conflictos en todas las partes del mundo. Ya en la IV Conferencia Mundial de las Mujeres de Naciones Unidas, celebrada en Pekín en 1995, se constataron los problemas que enfrentan las mujeres, por el mero hecho de ser mujeres, en el mundo. La agenda que se definió allí, sigue siendo válida. Los años previos a la cumbre, las reuniones preparatorias, la organización de redes locales, nacionales, regionales e internacionales construyeron espacios para la articulación de los diversos movimientos. También, para la institucionalización de políticas encaminadas al empoderamiento de las mujeres.
En la actualidad, los debates y las identidades se han multiplicado y, por lo tanto, también tenemos que reconocer la pluralidad de los feminismos y su interacción con otros ámbitos de conflicto: feminismo de la igualdad, de la diferencia, feminismo decolonial, ecofeminismo, feminismo autónomo, popular, lésbico, transfeminismo…
¿Por qué, entonces, se hacen ahora visibles mediáticamente las luchas de las mujeres? Desde mi punto de vista porque, desde el inicio del milenio, la movilización de las mujeres ha destapado una situación que atraviesa a todas las desigualdades; un riesgo que todas las mujeres, independientemente de cualquier otra condición, pueden sufrir: la violencia de género en todas sus manifestaciones. Precisamente la movilización de las mujeres, de sus organizaciones y de los feminismos destapando la violencia de género, ha cambiado la concepción de un tema que se relegaba al ámbito privado, convirtiéndolo en un problema político y público. Ese cambio ha disminuido la tolerancia social sobre el tema, señalando precisamente la individualidad de las mujeres, el valor de la vida de cada mujer y la responsabilidad de los Estados y de sus instituciones en la garantía de sus derechos humanos (artículo 4, Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, Asamblea General de Naciones Unidas, 1993). La participación digital de las mujeres, su activismo en las redes sociales, se constituyen como claves para explicar la ampliación del alcance de los mensajes, la difusión de las denuncias y de las convocatorias.
Lamentablemente, la tolerancia social hacia la violencia de género no se ha eliminado, ni se hecho sensible a las desigualdades. Por ejemplo, la atención en los medios de comunicación al movimiento #MeToo es muy superior a otras movilizaciones. Así transmiten una desigual sensibilidad social hacia las violencias contra las mujeres: no nos duelen igual todos los golpes.