Con su habitual puntualidad estacional los talibán han reconfirmado el pasado martes la llegada de la mortífera primavera afgana. En esta ocasión, una decena de miembros del grupo comandado por el mulá Haibatullah Akhundzada, disfrazados de militares afganos, han llevado a cabo una matanza en un acuartelamiento del distrito de Dehdadi, en la provincia septentrional de Balkh. La acción, en la que cabe imaginar que los atacantes han contado con alguna complicidad desde el interior de la instalación militar, se ha saldado con no menos de 140 muertos, básicamente soldados que se encontraban asistiendo a servicios religiosos o preparándose para la comida.
En todo caso, en la espiral belicista en la que desde hace años están inmersos los diversos grupos violentos que pululan por Afganistán, no son los talibán los únicos protagonistas. Basta con recordar que ya el pasado 8 de marzo Daesh, con tres yihadistas disfrazados de personal sanitario, quiso adelantarse a la llegada de la primavera con un brutal ataque al mayor hospital militar de Kabul, Sardar Daud Khan, matando a no menos de 38 personas. También Donald Trump ha querido apuntarse a la carrera de manera tan ostentosa como ineficaz. Así, el pasado día 13 decidió emplear la bomba convencional más potente que acumula en su arsenal militar, la GBU-43/B, ideada especialmente para batir objetivos subterráneos, contra la red de túneles que Daesh está empleando en la zona de Achin. A tenor de los datos difundidos hasta ahora, ni las bajas causadas (en torno al centenar de yihadistas, sin mención alguna a civiles muertos o heridos), ni el daño causado a las infraestructuras (apenas tres túneles) justifican su empleo desde la perspectiva estrictamente militar.
En esa enloquecida carrera hacia la nada los talibán son, de todos modos, los actores principales del drama afgano. Es obvio a estas alturas, y mucho más desde la finalización de las acciones de combate de la coalición militar liderada por Washington en diciembre de 2014, que los cuerpos de seguridad y las fuerzas armadas afganas no están en condiciones de garantizar la seguridad de su propio territorio. A sus propias fracturas sectarias internas se añade un marco político inoperante, en la medida en que el tándem Ashraf Ghani Ahmadzai-Abdullah Abdullah no logra aunar voluntades en un país en el que los talibán ya controlan más del 10% del territorio (sobre todo en las provincias fronterizas con Pakistán) o están a punto de lograrlo (en no menos de otro 30%).
Cuentan para ello no solo con unos 50.000 combatientes activos, sino también con la aceptación más o menos sincera de un creciente porcentaje de la población (crítica con un gobierno incapaz), la colaboración de sus vecinos paquistaníes y la falta de voluntad de Washington y tantas otras capitales occidentales para implicarse en mayor medida en un escenario tan complejo. En esa línea hay que entender que ni el mantenimiento de unos 13.000 efectivos internacionales (estadounidenses en un 80%), ni el lanzamiento de la ya citada “madre de todas las bombas” supone un cambio sustancial en un proceso que tan solo busca debilitar a este grupo yihadista para evitar que Afganistán vuelva a convertirse en un santuario del terror.
Tal vez por eso, conscientes de que nadie logrará a corto plazo imponerse por la vía de las armas, se van detectando movimientos políticos que pretenden explorar opciones negociadas. Así hay que entender, por ejemplo, el acuerdo logrado el pasado septiembre por el que el gobierno afgano acepta la vuelta al país de Gulbuddin Hekmatyar, reconocido “señor de la guerra” en décadas pasadas, episódico primer ministro e histórico líder del grupo Hizb-i-Islami. Aunque el grupo liderado por Hekmatyar, conocido también como “el carnicero de Kabul” por su sesgo violento, apenas cuenta con algunos centenares de combatientes, su regreso a Afganistán (previsto a lo largo de este mismo mes) es un mensaje que Ghani quiere enviar a otros contendientes más poderosos (con los talibán en primer lugar), dándoles a entender que hay espacio para llegar a una fórmula de poder compartido.
Algo así parece pensar también Moscú, cada vez más implicado en el maremágnum afgano. Si ya en diciembre de 2016 Rusia organizó una reunión con China y Pakistán, provocando el inmediato enfado de Kabul por lo que entendía como una nueva injerencia rusa en asuntos internos, en febrero de este año pasó a convertirse en una iniciativa regional a que se sumaron el propio Afganistán, Irán e India. En esa misma línea, el pasado 14 de abril se ha repetido la convocatoria, en un gesto que destaca aún más por dejar fuera de juego a unos Estados Unidos que no acaba de definir todavía el rumbo de su política exterior.
En su apuesta afgana Moscú, además de seguir sumando puntos para convertirse en un interlocutor imprescindible y volver a ser considerado un actor global (en paralelo a lo que está haciendo en Siria y Libia), pretende contribuir a estabilizar un territorio que afecta directamente a su propia seguridad (narcotráfico incluido) y a la de vecinos muy próximos como Tayikistán, Uzbekistán y Turkmenistán, colaborando en la eliminación de la amenaza que representa Daesh. Y, mientras tanto, Washington a lo suyo.