El 30 de junio algo se va a romper en Egipto. Seguramente se romperá el equilibrio de fuerzas entre los sectores pro-Morsi y anti-Morsi. Probablemente el Ejército rompa su silencio e intervenga en la lucha política. Lo deseable para muchos sería que se rompiera la polarización entre un gobierno ineficiente y sectario y una oposición fragmentada y disfuncional. Sin embargo, lo que aterra a los egipcios es que se rompa la paz social y se extienda el caos.
Ese día hará un año que Mohamed Morsi accedió a la presidencia de Egipto como candidato de los Hermanos Musulmanes. Coincidiendo con el primer aniversario, hay convocadas movilizaciones en todo el país como parte de una campaña llamada «tamarod» (en árabe «تـمـرد», que significa rebelión o rebelarse).
El objetivo de sus promotores es forzar la renuncia de Morsi y que se celebren elecciones presidenciales anticipadas. Para ello, han recogido millones de firmas de ciudadanos que «retiran su confianza del régimen de los Hermanos» y han lanzado una amplia campaña en las redes sociales. Su llamamiento ha recibido el apoyo de numersos partidos, organizaciones y personalidades de la oposición. El 30 de junio será el día en que se vea la fuerza real de esta campaña. Algunos ya se preguntan si ese día Egipto vivirá su segunda revolución.
Morsi tiene el mérito de ser el primer presidente elegido democráticamente en la historia de Egipto, aunque su victoria se produjo por un estrecho margen (51,7%). Sin embargo, tras doce meses en el cargo, las esperanzas de muchos egipcios se han desvanecido, la popularidad de Morsi y los Hermanos Musulmanes ha caído con fuerza, la economía está en una situación alarmante, la inflación aumenta, el Estado muestra signos de disfunción, la percepción de inseguridad crece, la nueva Constitución es fuente de disenso, la sociedad civil se ve amenazada y la oposición política no ofrece alternativas suficientemente atractivas.
Un número creciente de egipcios muestran su rechazo hacia el estilo de gobernar de los Hermanos Musulmanes, al que critican como unilateral y cada vez más antidemocrático. Tanto la Declaración Constitucional del 22 de noviembre de 2012, por la que Morsi se situaba por encima de la ley, como el proceso de redacción de la nueva Constitución, que fue aprobada el mes siguiente con el apoyo de tan sólo el 20% del electorado egipcio, han profundizado la desconfianza y la polarización entre los egipcios.
Nadie en su sano juicio pensaba que la transición en Egipto fuera a ser fácil tras la caída de Mubarak. Lo intrigante es que los Hermanos Musulmanes hayan querido asumir ellos solos el grueso del desgaste político de esta etapa convulsa y plagada de dificultades económicas y sociales que, seguramente, aún no han tocado fondo.
Los seguidores de Morsi aluden a su legitimidad como presidente elegido y la sitúan como «línea roja». Ellos también se están movilizando en las calles para mostrar su apoyo al gobierno islamista. Lo alarmante es que algunos de sus ideólogos están tachando a los opositores de ser contrarios al islam, e incluso de ser unos «hipócritas e infieles». Incluso algunos predicadores próximos a los Hermanos Musulmanes se han enfrentado a las autoridades islámicas de Al-Azhar por considerarlas poco afines a Morsi.
Mientras los ánimos se calientan en Egipto de cara al 30 de junio, el Ejército ha declarado que no permanecerá cruzado de brazos si ve peligrar el orden y se producen enfrentamientos violentos. La cúpula militar ha pedido a las fuerzas políticas que utilicen el tiempo restante hasta la jornada de movilizaciones para buscar consensos. De lo contrario, asumirán la «responsabilidad moral de proteger la voluntad del pueblo». Lo que eso significa está aún por ver.